Memoria Lésbica: Con mi recuerdo encendí el fuego, la biografía de Mónica Briones Puccio

Anticipo de Con mi recuerdo encendí el fuego, la biografía de la artista Mónica Briones Puccio, asesinada el 9 de julio de 1984 en Santiago. Por ella se conmemora el Día de la Visibilidad lésbica en Chile. Un libro que enlaza memoria, arte, lesbofeminismo, testimonios, expedientes y un juego de espejos por el que transitó la autora, activista Erika Montecinos.

En el 2006 la periodista, escritora y activista Erika Montecinos (Santiago de Chile, 1972) empezó a investigar la historia de Mónica Briones Puccio, una artista lesbiana emblemática. Con mi recuerdo encendí el fuego, el libro publicado recientemente por editorial Planeta, es un relato que reconstruye mucho más que la vida de Mónica, asesinada a golpes el 9 de julio 1984 en pleno centro de Santiago y en dictadura, mientras esperaba el ómnibus con una amiga y tras el festejo de su cumpleaños número 34. El crimen se perpetró en circunstancias de las que se supo muy poco y sigue impune. No fue una muerte violenta más. Está registrada como el primer caso documentado de lesbicidio en Chile, aunque eso no significa que haya sido el primero. En memoria de Mónica todos los años se conmemora el 9 de julio en Chile el Día de la Visibilidad Lésbica.

Visibilidad lésbica de Chile al mundo

Erika, autora del libro, también es una activista crucial para la visibilidad lésbica. En 2002, en pleno boom de internet, fundó la revista digital Rompiendo el Silencio. Lleva el nombre de un espacio radial que ella condujo en 1998. La publicación luego dio el salto a la impresión, cruzó las fronteras de Chile y recorrió varios países de América Latina (dejó de circular en 2010). En este medio de comunicación Erika publicó la primera parte de la investigación sobre la pintora y escultora Mónica Briones Puccio. En 2014, Erika refundó la revista ahora como organización y junto a otras activistas, para rumbear hacia la incidencia política y comunicar en la agenda pública cuáles son las necesidades y demandas de lesbianas y bisexualas. En Chile, el derecho a la filiación -incluido en la Ley de Matrimonio Igualitario- le debe mucho a la lucha lesbofeminista y al trabajo de Rompiendo el Silencio.

Erika tiene una trayectoria internacional como periodista, comunicadora y activista. En 2020 Equality Now la eligió como una de las seis activistas LGTBIQA+ en el mundo que hay que conocer. Fue columnista en The Washington Post, cursó el diplomado de escritura creativa de la Universidad Diego Portales, participa de encuentros internacionales sobre liderazgo LGTBIQA+ como Rainbow Leaders en Estocolmo, Suecia, en 2014; Ciudad del Cabo, Sudáfrica en 2015; y de la International Lesbian and Gay ILGA World, en 2022, en Los Ángeles, Estados Unidos.

Hoy trabaja en la Subdirección de Igualdad de Género, Diversidad Sexual e Inclusión de la Municipalidad de Santiago, como integrante del primer gobierno feminista de Chile. “Rompiendo El Silencio marcó un antes y un después en mi vida. Fue el camino que tomé no solo pensando en un hito personal, sino en ayudar a transitar muchas vidas”, le dijo a Presentes en una entrevista.  

Biografía y laberinto de espejos

Estaba terminando la universidad cuando escuchó del caso que la atravesó y le generó sorpresa, miedo, preguntas, curiosidad. Empezó un camino trabajoso: seguir la ruta de una biografía y de una muerte violenta, peregrinar por los lugares que ella transitó y habitó, rastrear expedientes, escuchar a les amigues y conocides. Acercarse a la obra de Mónica desde nuevos ángulos e interrogantes. Contar una época y un modo de desafiarla. Conocer los detalles de su vida como artista que además vive su sexualidad abierta y libremente en medio de la dictadura militar que gobierna Chile en los 70 y los 80.

La investigación que emprendió también terminó enlazando la vida de la autora, en una suerte de juego de espejos. «Con mi recuerdo encendí el fuego», editado por Planeta, acaba de presentarse en el Museo de la Memoria de Chile. Acá se puede leer un anticipo.

Con mi recuerdo encendí el fuego, la biografía de Mónica Briones Puccio de Erika Montecinos (Planeta 2024)

Con mi recuerdo encendí el fuego

Vivir es una especie de locura que la muerte comete.

Un soplo de vida

Clarice Lispector

A las primeras, a las muchas historias invisibles.

*Todos los subtítulos de este libro corresponden a extractos de las canciones «No me arrepiento de nada» y «La vida en rosa» de Edith Piaf, en su versión en español.

Primera parte
La vida [casi] en rosa

1

Nos encontramos sentadas en círculo dentro de una habitación am- plia ubicada en el último piso de un céntrico edificio. Es el último mes del año, a fines de los noventa. Contamos historias de nues- tras vidas a una organización de mujeres lesbianas. En medio de la conversación, una de ellas menciona un crimen contra una mujer, dice que sería bueno que las nuevas integrantes conozcan y sepan lo que pasó. Se trata de una escultora, una mujer lesbiana escultora que cumplía treinta y cuatro años al momento en que la asesinaron, en 1984. Su nombre era Mónica Briones y había sido muerta a golpes en la vía pública. Abrí los ojos sorprendida e inquieta, como si recién comprendiera que mi lugar seguro era frágil, que cabía esa terrible posibilidad. La impresión que me provocó el relato me hizo impo- sible olvidar su nombre ni esa pequeña parte de la historia que más bien parecía el único dato con el cual se contaba.

Se decían muchas cosas de ella. Que tenía una belleza singular, que era una artista única, pero sin oportunidades, de pasiones erráticas, desafiante a las estructuras, que vivía abiertamente su sexualidad, era parte del underground artístico en dictadura y que el escritor Pedro Lemebel le había dedicado una crónica. Comprendí que no era cualquier mujer a la que habían asesinado, no era una militante más de la larga lista de víctimas del régimen del cual habíamos salido hace apenas una década, era alguien con mística, por llamarlo de alguna manera, alguien que vivía intensamente cada día, como si supiera que el tiempo le era breve. Todo lo que decían esas activistas en esa reunión donde yo era una estudiante universitaria avivó mi curiosidad por indagar en las razones de su deceso. En esos años yo egresaba de Periodismo y comenzaba a vivenciar una nueva etapa en que el horizonte laboral parece amplio y todo se vislumbra prometedor, fresco, casi en rosa.

Con el tiempo seguí escuchando sobre ella y cada vez que ocurría, insistía en la posibilidad de que le sobrevivieran familiares, amigas o amantes, quienes pudieran testimoniar su vida. Siempre era la misma respuesta: la familia no quiso investigar, taparon todo. Me dijeron que fue tan traumático para quienes la conocieron que era lógico que no quisieran saber más. No me imaginaba lo que había significado para sus cercanos el que una amiga hubiera sido asesinada. Quedar- nos mudas frente al horror es protegernos. Por eso cuando lo recordaba, intentando ver alguna forma de averiguar más a fondo sobre esas evasivas, o cuando habían hechos en mi incipiente recorrido por el activismo que me llevaban una y otra vez a la misma historia, la pregunta seguía ahí como una luz intermitente, molesta a veces, incómoda.

Mónica vivió su lesbianismo abiertamente, sin reparos ni tapujos, y eso tenía un costo en el Chile de mediados de los ochenta. Es difícil vislumbrar los motivos de lo que le pasó: que había salido a celebrar a un bar en algún punto de la Alameda, se tomó un trago y al salir, alguien la increpó y la golpeó hasta matarla. Todo esto envuelto en contradicciones. Cuando íbamos a fiestas universitarias, casi quince años después de su asesinato, no sentíamos ningún miedo, ya no estábamos en dictadura y podíamos, supuestamente, deambular sin temor a que nos detuvieran.

Recuerdo beber una lata de cerveza en una fuente de soda frente a una plaza como una joven sin demasiadas preocupaciones y que- darme ahí con ese sabor agridulce en mi boca pensando en todo eso que me habían contado las activistas, del peligro que corremos en cualquier espacio, en la calle, incluso entre los familiares, de lo frágiles que se tornaban nuestras vidas al salir del clóset. Me imaginaba en un ambiente en cierto modo alegre, tal vez seductor, en que las miradas van y vienen, sentirse linda, sensual y, de pronto, salir a la calle, enfrascarse en una discusión con un desconocido y ser golpea- da hasta perder el conocimiento. Circulaban otras teorías, como si la versión oral permitiera ir añadiendo o quitando elementos en la vasta imaginación humana. Una de ellas era que había sido atropellada y abandonada en la calle. Otra, que empezó a mirar a la novia de un hombre y ese hombre, celoso, había “sobrerreaccionado”. La televisión local recreó la escena siguiendo esta hipótesis en un reportaje en el programa Informe Especial sobre “Lesbianas en Chile” en 1998. En el fondo, nadie sabía nada. ¿Qué había ocurrido realmente con Mónica?

Aparentemente no había nada, en 1984, que nos acercara a mí y a ella, ninguna parentela, ningún amigo o amiga que nos uniera. Al momento de su asesinato, mi edad bordeaba los doce años y ella tenía veinte más. A los doce yo comenzaba a sospechar sobre mi identidad. La de ella, quedaba truncada por vivir precisamente esa misma identidad en un contexto represor. A los doce me despedía, de a poco, de la infancia; ella, de la vida. Desde el momento mismo en que escuché su nombre en esa organización, decidí que investiga- ría su vida. Y no sería cualquier investigación, no una en que solo se juntan documentos, grabaciones, fotografías, evidencia, sino una que va mutando hacia un descubrimiento, aún no sabía cuál, pero algo mucho más profundo que su final.

No estaba segura, eso sí, de ser capaz de llevar adelante una tarea de esa envergadura. Con el transcurrir de los años, y en los quehaceres del activismo, me encontré con personas que la habían conocido y tuve la certeza de que sabían mucho sobre Mónica. Insistía en que debió haber existido una indagación previa, alguna fecha, algo de qué agarrarme para desenredar la madeja. No me conformaba con esas respuestas lacónicas y tajantes, “la familia tapó todo”, “no quisieron saber”. Yo quería saber sobre Mónica y el no haberla cono- cido cuando vivía no era impedimento para que quisiera escudriñar más allá de su violento final. Tampoco sabía cuán profundo podía llegar si toda la construcción en torno a ella, todo su universo, estaba basado en lo que me decían otros y otras; en definitiva, en fuentes secundarias.

En julio de 2006, me senté frente a mi computador y sentí que había llegado el momento. Esas mismas personas que decían haberla conocido, me podrían orientar con algún antecedente hacia dónde dirigirme. Comencé a ubicarlas, hice un listado con sus nombres y aproveché cada ocasión para comentarles mi proyecto. Me miraban con desconfianza, debo admitirlo. Porque hasta ese instante tenían dudas sobre mi real compromiso: o era una activista de derechos humanos por las mujeres lesbianas, o me movía la morbosidad periodística.

No era yo la que tenía esa respuesta.

** *

06:40 a.m., lunes 9 de julio, 1984

Amanece en la ciudad. Una estela de nubosidad se divisa en gran parte de ella. Al fin el temporal de lluvia comienza a mermar su intensidad por un rato, han sido once días de precipitaciones ininterrumpidas, una de las tormentas más letales desde que se tiene registro, solo superada por la ocurrida en 1982. “¡Se pasó el temporal con Chile!», titularon los diarios aquella mañana, en las fotografías de esa jornada se ven las calles anegadas, dos personas al medio de un río mientras las micros pasan a toda carrera y las empapa. Los rodados cuesta abajo en Los Libertadores y los numerosos vehículos abandonados en el paso internacional, el barro en las poblaciones. “350 milímetros de agua caída en lo que va del año superando uno normal”, comentan en la radio.

En la primera comisaría de Carabineros se escucha el timbre del teléfono, una llamada más, alguna falsa alarma, algún bromista, otro borracho atropellado cuyo autor se da a la fuga. La orden de los superiores es informar a los diarios que ha sido un fin de semana fatal en accidentes viales. Santiago vivió una ola de estos sucesos. Las víctimas de tránsito aumentaron a trece, es la información oficial que entrega la Comisaría de Investigación de Accidentes del Trán-sito (ciat) a la prensa. El carabinero coge el auricular, los límites de su cabeza obedeciendo a la orden de su teniente, repetir como están acostumbrados a hacerlo generación tras generación: —[…] Calle Irene Morales con Merced —el carabinero anota en una hoja rayada —¿No tiene más datos del occiso? Sí, eso lo escuché, el cuerpo está arrojado en plena calle. De acuerdo, irá una unidad hacia allá.

06:55 a.m.

Casi por inercia, el cabo se comunica por radio con el equipo número ocho de la ciat para informar de un nuevo atropello. El teniente Miguel Yevener estaba a cargo de la unidad esa mañana, pero asigna al subteniente Antonio Campos Cortesi dirigirse a la intersección de la esquina Irene Morales con Merced. Para Campos Cortesi era una salida de rutina, otra más en el tercer turno, le toca- rían muchas en su vida, como enfrentarse a estudiantes universitarios y verse involucrado en un caso de apremios ilegítimos en contra de uno de ellos. Pero aquella mañana abordó la patrulla junto al cabo segundo Exequiel Hernández y se dirigieron junto al fotógrafo de la unidad al lugar que les habían designado.

07:15 a.m.

Campos Cortesi desciende de la patrulla, hace frío. Luego de las lluvias se anuncia un frío polar. Le pesa el grueso abrigo que les entrega la institución, acomoda su gorra en la cabeza y el cabo que lo acompaña hace lo mismo. Es más alto que él, de espaldas anchas, grandulón. Se fija que hay micros de colores haciendo fila por calle Merced, las luces de los focos titilan entre las tonalidades del rocío. Aún caen algunos goterones de la lluvia, pero espaciados. Las viejas máquinas pasan lentamente por un costado, como si temieran to- parse con algo que yace ahí en medio del pavimento húmedo con su olor a petricor inundándolo todo. Ordenan cerrar todo el perímetro mientras reconocen ese bulto arrojado un poco más allá de donde se han estacionado, es un cuerpo, el cuerpo de una mujer boca abajo. Junto al cabo Hernández comienzan la inspección. Campos Cortesi le pide al cabo segundo cubrir el cuerpo con un abrigo beige que lleva puesto la mujer. El carabinero se fija en que tiene sendas manchas de sangre en sus solapas. No usan guantes quirúrgicos, tocan la vesti- menta de manera descuidada. Colocan un letrero al lado del cuerpo que dice “ciat”. El flash de la cámara del fotógrafo ilumina toda la calle, las personas que descienden de las micros a esa hora quedan ahí como carbonizadas en la instantánea, algunas se quedan mirando el bulto con los ojos bien abiertos, paralizadas. Hay otras alrededor, dicen que estaban en el bar Jaque Mate cuando escucharon gritos y corrieron a ver, pero no había nadie más en esa esquina, solo ese cuerpo inerte en la calle.

Los carabineros concuerdan que debe tratarse de un atropello de algún automovilista que se dio a la fuga, es lo común esos días de temporal, no hay otra explicación. Lo anotan en sus libretas.

07:30 a.m.

La ambulancia número 66 de la Posta Central no tarda en llegar. No hay mucho que hacer, dicen, la orden es llevar el cuerpo directo a la morgue. El cabo Hernández trajina entre las ropas de la occisa que yace en el pavimento en posición decúbito abdominal. Después anotará que el charco de sangre, que hay alrededor del cadáver, corre por el pavimento debido a la intensidad de la lluvia que cae como un río rojo iluminado por el amanecer. Busca alguna documentación para identificarla y logra encontrar un papel en la cartera que al parecer cargaba la difunta. El papel es una fotocopia de un car- né de identidad y dice “María Briones…”, pero no logra entender el segundo apellido ni el número del carné, está borroso. “Purgio”, anota con una caligrafía ilegible, “María Briones Purgio”, “chilena, sin identificación” y reglón seguido escribe “cuerpo en estado de intemperancia”. Uno de los parroquianos del Jaque Mate que mira la

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