La Navidad de las trans y travas: La casa de Torcuato, cuento
Cada año las travas organizan su Navidad abrazadas a su familia elegida. “Brindemos, compañeras porque aún estamos vivas", dicen con las copas en alto cuando el reloj marcha las doce de la noche.
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Era un 24 de diciembre allá por los años 80. El calor de la tarde se tornaba tan intenso que hacía transpirar a los árboles y derretía la brea de los asfaltos. Mientras las calles estaban tapizadas de gente corriendo para todos lados, la casa de las chicas de Torcuato se vestía para una fiesta.
Desde el mediodía, La Choco junto a La Melody estaban plumereando y baldeando los pisos de la casa con un rico aroma a colonia y floral. La Pocha había madrugado esa mañana para producir unas largas e infinitas guirnaldas verdes y rojas que posteriormente decoró en finos alambres que atravesaban el patio. Debajo de ellas sonaba el tocadiscos con una rara mezcla de temas entre cumbias, Madonna y hasta Michael Jackson.
Un pequeño pinito con luces y bolitas de colores debajo de una ventana denotaba la temática de la fiesta. Dos mesas cubiertas con manteles, cargadas de diferentes tamaños de platos y vasos esperaban afuera sobre una pista de baile. Al costado, cuatro caballetes enanos debajo de dos tablones servirían potencialmente de asiento.
Ya se hacían las seis de la tarde. La Mosquito, La Marcela y La Pico, junto a dos chongos del barrio, se estaban dando los últimos chapuzones en el Reconquista antes de arrancar para la joda de la casa de Torcuato.
El río no estaba para nada limpio. No había sal, olas ni espuma pero para ellxs era tan igual como estar en las costas de Mar del Plata. Lo bueno del lugar era que allí no iba casi nadie; razón principal que les aseguraba una tarde tranquila, sin miradas.
Desde Villa Rosa venía viajando con bolsas de mercado La Carla Do Ponti. La noche anterior había salido con un cliente que, aparte de pagarle el servicio, le había regalado algo de mercadería. Un pollo, dos turrones, un pan dulce, una sidra y un poquito de confituras. Carla lo aceptó porque creyó muy oportuno el obsequio para compartirlo con las chicas en Nochebuena. El colectivo en el que viajaba venía muy lleno. Ella camuflaba su gran existencia detrás de sus gafas oscuras. A los miedos los tenía suficientemente entrenados y educados para balancearse entre las fieras. No podía permitir que nadie se anticipara a darle fin a la fiesta que todavía no comenzaba.
Desde San Miguel venían La Andrea y La Yohana. De camino pasaron un ratito por una feria para comprarse algún llamativo modelito para estrenar esa noche. Las tiendas estaban colapsadas de gente comprando regalos. Algunas personas festejaban una fecha religiosa; sin embargo, para las chicas significaba una noche en la que no hay trabajo. Ellas no tenían plata para regalos ni motivos por qué hacerlo, entendían que esa noche en la casa de Torcuato nadie cumpliría años. De igual manera, apenas si habían ahorrado para el asadito, para un par de cervezas y para comprar un nuevo modelito. Era una noche donde el taco alto y el labial fuerte no podían faltar, claro que en esta ocasión no iba a ser parte de un uniforme de trabajo porque esta era una de las dos únicas noches del año en las que todas se tomarían feriado.
El sol comenzó a desvanecer y el cielo se hizo naranja, luego se convirtió en un azul terciopelo estrellado.
Eran las nueve de la noche y estaban cayendo lxs últimos demoradxs; si bien ya era de noche, todxs llegaban con saludos soleados. Si estabas cerca o eras vecina de la casa, podías apreciar ese rico olor a humo que se deslizaba de la parrilla y trepaba por los muros del patio de la casa de Torcuato.
Antes de que se cocinara el asado, se escuchó que alguien golpeaba las manos en la puerta de entrada. Era la marica peluquera, hije de la kiosquera del barrio, que pasaba junto a su mamá a saludar; traían dos sidras y un pan dulce y dos latas de ensalada de frutas. Las pusieron sobre la mesa. Traían unos fuertes abrazos y buenos deseos de prosperidad, los dejaron en cada una de las chicas y luego se fueron.
Eran las diez y media de la noche cuando se la escuchó a La Melody gritar: “Acérquense todos a la mesa que ya está la comida”. La Carla gritó: “un aplauso para el asador”. Carla le había puesto los ojos al morocho desde el momento en que llegó. Tanto el morocho como otros chonguitos que vinieron acompañando a las chicas, son esos eternos amores casuales, que está bueno tener siempre a mano.
La cena transcurría excitada entre anécdotas de rebeldías, secretos de alcoba y alguna que otra buena revolcada.Rodeando la mesa estaban estas niñas maquilladas tratando de enfrentar el desdén y la adultez. Se estaba acercando la hora a la que ellas más temían. Era la hora que a ellas les provocaba una verdadera nostalgia de abrazos. Era la hora en la que inevitablemente el álbum familiar de fotografías velozmente pasaba por la mente y provocaba una angustia de esas que se zambullen en el fondo del vaso de alcohol y luego flotan y se desvanecen como un trozo de hielo cuando está a punto de desaparecer.
Ya casi eran las doce de la noche. Comenzaron a correr las mesas porque iba a empezar el baile. Todo estaba saliendo como ellas lo habían planeado. Hasta que en un momento, unos gritos desde la calle se quisieron colar a la fiesta: “Los putos están de fiesta” –gritaban, otros decían: “Si no tenés para cohetes los travestis te regalan petardos”. La Choco se rió y dijo: “Pocha, subile el volumen a la cumbia para no escuchar a la gilada que quedó allá afuera. Lo importante es lo que está acá adentro porque nuestros invitados brillan con nosotras”.
Terminó de decirlo, levantó una copa, primero se tomó unos segundos, miró el cielo, movió los labios y dijo algo en silencio. Luego lxs miró a todxs y dijo: “Brindemos, compañeras porque aún estamos vivas. Brindemos porque hoy es Nochebuena y a quien quiera creer que crea y para ellxs también digo, lo esperan escuchar, Feliz Navidad”.
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