¿Qué significa el Orgullo hoy?
"El orgullo es plantarse frente al desprecio y reivindicar nuestra identidad frente a la injuria". De luchas LGBT, libertades y política.
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Por Ricardo Vallarino, integrante de 100% Diversidad y Derechos (Argentina)
Foto: Ariel Gutraich/Archivo Presentes
¿Sabes cuándo inició la revolución queer? Cuando a alguien le dijeron loca y ese alguien se volteó y dijo “¿y qué?”. No sabemos cuándo fue, no vamos a poder registrarlo. Pero esto pasó en Perú, en Guatemala, en China, en todo el mundo.
Luis Negrón
La primera lección que aprendemos es la más fundamental y liberadora: el orgullo es plantarse frente al desprecio y reivindicar nuestra identidad frente a la injuria. Hoy sabemos también que el orgullo es la lucha por un orden no patriarcal puesto en práctica por el cuidado de lxs otrxs.
De la liberación a la política
Nos encontramos erguidxs sobre los hombros de gigantxs. Pero el orgullo no siempre fue orgullo, ni siempre fue LGBTIQ+. La parábola inaugurada en Stonewall va de la liberación a la política. Comenzó con una demanda de liberación que contrastaba con intentos de asimilaciones. Y continúa con el aprendizaje de que ese objetivo no será dado sin transformar las políticas estatales.
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Cuando en 1969 un grupo de travestis, lesbianas y maricas se le plantaron a la policía, lo que querían era que lxs dejaran amar y divertirse en paz. La de Stonewall no fue ni la primera razzia ni la primera resistencia, pero a partir de entonces, grupos dispersos optarán por la protesta visible y articulada.
Resistir una razzia no es lo mismo que organizar una marcha, tarea menos urgente pero mucho más trabajosa y paciente. Fue después muchos preparativos que el año siguiente en lo que se llamó el “Cristopher Street Liberation Day”. Por entonces las marchas no englobaban más que a un genérico sujeto “gay”, quizás equivalente a lo que hoy llamamos queer. La reivindicación ponía el énfasis en la liberación y la libertad de amar sin interferencias por parte de la policía y de la psiquiatría.
No fue hasta los años ´80 donde el vocabulario político dio cuenta de identidades disimiles aunadas en una expresión, que se irían abriendo hasta el actual signo “+”, apertura que puntúa hoy el desorden de nuestras siglas. El “orgullo” iría apareciendo a tono con el nuevo desafío de diferenciarse de intentos anteriores más modestos, donde la visibilidad tenía el costo de la adaptación a las pautas heterosexistas.
Había que mostrarse abierta y escandalosamente, sin ambigüedades y sin resquemor. Por la época en que se marchó por primera vez en Argentina, la tensión del movimiento se encontraba entre quienes defendían la noción de “dignidad” con linaje en la declaración universal de derechos humanos, frente a la de “orgullo”, donde advertían el peligro de una irreverencia suprematista. Todavía hoy la frase de Jáuregui supera la tensión con eficacia: “El orgullo es la respuesta política de una sociedad que nos educa para la vergüenza”.
A lo largo de estos años no enfrentamos al abandono social y estatal frente a la pandemia del SIDA, a todo tipo de exclusiones y a la inacción judicial frente a los crímenes de odio. Si conjugamos en pasado es porque logramos instalar estos problemas en las discusiones públicas, no porque sean problemas que hayan desaparecido.
La lucha contra las razzias también es el hito fundante de la CHA en 1984, que en medio de la pandemia rápidamente empezó a articular demandas de reconocimiento de derechos y políticas públicas. Encontraría su antagonista en la contundencia quarracina: si quieren vivir libres y en paz, váyanse a una isla, dijo el entonces obispo de Buenos Aires, Quarracino. Con aquella provocación, Quarracino expresaba una fantasía segregacionista que pretendía dejar al país “inmune” de todas las “desviaciones”. El obispo advertía que las demandas LGBT+ empezaban a mirar torvamente a constituciones y leyes. Para quienes sólo saben blandir un crucifijo, cualquier libertad es causa o efecto de la enfermedad. Y toda enfermedad es obra satánica.
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Demandar las leyes de matrimonio igualitario e identidad de género no era otra cosa que querer vivir dignamente, de acuerdo a nuestros deseos e identidades. Esta demanda de reconocimiento “sectorial” tuvo un impacto universal. A la luz del reclamo que el derecho nos contemplara en igualdad de condiciones, lo que sucedió no fue la normalización del movimiento.
Cualquiera que observe el transcurso de los diez años desde las conquistas de aquellas leyes no podrá sino observar la transformación de la institución familiar y de los vínculos legalmente reconocidos. Incorporamos tanto esta apertura vincular, que el vínculo amoroso y legal entre dos personas empieza a parecer demasiado estrecho, el binarismo algo demasiado impuesto, el sustantivo demasiado violento y demodé. El patriarcado, que organiza la vida social a través de la acción principal del Estado, fue puesto en evidencia y, al mismo tiempo, la convergencia del movimiento LGBTIQ+ con el feminismo, se aceleró.
Pero también es cierto que el tiempo transcurrido desde la conquista de los derechos ha defraudado las expectativas que teníamos sobre las transformaciones de hecho. En estos meses de pandemia vemos y sentimos agudizar las exclusiones de base. La salud y la autonomía de las personas travestis y trans todavía ofrecen condiciones indignantes comparadas con el resto de la población y, previo a la desmovilización impuesta por la cuarentena, grupos conservadores se alzaban al pináculo de los ejecutivos como son Brasil y Estados Unidos. Con la creación del Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad, esperamos una aceleración en la transformación del Estado heterosexista y patriarcal. Y con una pronta sanción de la ley de cupo laboral travesti trans y de la legalización del aborto.
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En la medida en que se suceden las conquistas, la vastedad de la violencia y de los obstáculos parece al mismo tiempo revelarse y multiplicarse. Con la posibilidad de casarnos, de adoptar y acceder a las técnicas de reproducción, vimos las resistencias de las instituciones a realizarlas.
Con el reconocimiento de la identidad de género observamos la demora en el acceso a la justicia o a la salud por agentes estatales. Y a cada paso, encontramos nuevas oleadas de violencia alimentadas por el pánico religioso de nuestro avance. Solemos engañarnos con una representación lineal de la historia: se ofrecen una multitud de senderos que siempre se bifurcan y arremolinan en múltiples direcciones. No nos engañamos al sostener que orgullo es el sueño del abrazo porvenir, de la construcción de un mundo donde se conjuguen el cuidado con la libertad. Orgullo es el rayo en la noche de Stonewall y también el trueno de la historia que marcha ruidoso a nuestro encuentro.
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