Mónica Astorga, la «monja de las trans», dejó la Iglesia pero no la solidaridad
La “Hermana Mónica” se hizo conocida en las últimas décadas por su lucha por los derechos de las mujeres trans y travestis. Desde Neuquén, donde fue Madre Superiora, militó por el acompañamiento y acceso a la vivienda, que se materializó en una cooperativa. Tuvo el apoyo del Papa Francisco pero no fue suficiente: su defensa de la diversidad sexual le valió el alejamiento de la Iglesia, aunque no de la fe. Hoy vive en la Ciudad de Buenos Aires, estudió podología, y continúa su vocación de servicio.

Compartir
Mónica dobla la esquina y aparece un sábado soleado de enero por la avenida Rivadavia. Hace dos años vive en el barrio porteño de Flores. Lleva el pelo atado, una remera azul, bermuda de jean y sandalias beige. Su look discreto y estatura pequeña no deberían llamar la atención, pero tiene un rasgo que la diferencia del resto de los transeúntes: una gran sonrisa. Es un gesto con el que convive la mayor parte del tiempo. Viaja hasta el Hospital Borda. Llega alrededor de las 8.30, con un paquete de diez atados de cigarrillos y alfajores de distintos gustos. Es el regalo que pidió por su cumpleaños Marcela, la “Rompecoches”, una mujer trans de 54 años que se encuentra desde hace seis meses internada en el hospital público. Cuando llega Mónica, Marcela ya está despierta, aunque no fue a desayunar como el resto de sus compañeros de sala, todos varones. “¿Cuánto te van a durar?”, la reta cuando le entrega el paquete.


Marcela es la antítesis de Mónica. Es enorme y de curvas marcadas. Tiene una melena abundante con rulos, nariz respingada perfecta y las cejas en forma de “v”, con un aire a la actriz Graciela Borges. Su apodo lo ganó cuando un día, furiosa, rompió un patrullero en medio de una de las peleas frecuentes que tenían ella y sus compañeras con policías, mientras ejercían el trabajo sexual en Panamericana.
Está acostada y al cabo de un rato nos pide ayuda para enderezarse. Lo hace con cuidado: le duele la cola al sentarse.
—Por todo eso que se han puesto—, le reprocha la ex hermana.
—No sabíamos, Mónica. Igual… cuántas cosas me ha dado esta cola—. Se ríe. Tiene un humor ácido. Hace poco tuvo dos accidentes cerebro vasculares. Se mueve con dificultad, aunque se encuentra mejor que semanas atrás. Está de buen humor, sonríe y habla con ganas.
Cuando Mónica se despide y se acerca a darle un beso, Marcela le pide “dos, como en París”. “Sus compañeras dicen que era mala. Imaginate, la ‘Rompecoches’ le decían. Pero cambió mucho. A mí me dice ‘te quiero’ por mensaje. Creo que ellas no se lo podrían imaginar”.
Una cama limpia para morir
Mónica Astorga Cremona nació el 3 de diciembre de 1964 en el Hospital Piñero, en la Ciudad de Buenos Aires. A los tres años sus padres se separaron y fue a vivir con su madre a Rauch, en la profundidad bonaerense. Tiene 60 años, pero no los aparenta, no tiene casi arrugas. Debajo del hábito pudo controlar los rulos que nunca le gustaron. Hoy lleva un cabello lacio y negro, lo más parecido que podría tener a un velo. Cuando le contó a su familia que había dejado de ser monja le dijeron que no iban a poder verla sin sus vestiduras. Hasta ahora, no pudieron.
Dedicó la mayor parte de su vida al servicio dentro del monasterio dirigido por la Orden de las Carmelitas Descalzas en la provincia de Neuquén, donde llegó a ser madre superiora durante dos trienios. Hoy continúa su vocación por fuera de la Orden: cuarenta años después de haber ingresado al monasterio se vio obligada a solicitar su desvinculación. Fue monja de clausura o contemplativa, lo que quiere decir que su vida se encuadraba dentro del monasterio, donde se dedicaba a la oración y la búsqueda de unión con Dios. Antes las llamaban “monjas encerradas”. A lo largo de su vida acompañó a personas con consumos problemáticos y a aquellas que nadie quiere visitar, como los condenados a prisión perpetua. Lo hacía enviándoles cartas a las cárceles. Hasta que en 2006 conoció primero a una, después a cuatro y finalmente a decenas de travestis y trans de la ciudad de Neuquén.


“Un día viene Romina, una compañera de San Juan, y nos cuenta que había ido a la iglesia de Lourdes a dejar su diezmo, pero no se lo recibieron porque provenía de la prostitución. Ahí conoció a una monja y un cura que le presentaron a otra hermana: Mónica. Y ella quiso conocernos. Nosotras… te podés imaginar. ¿Qué puede hacer una monja por nosotras que vivíamos corriendo de la policía o caíamos detenidas? Pero fuimos a conocerla. Yo soy muy católica. Fuimos cuatro: Victoria, Luján, Romina y yo”. La que habla es Katiana Villagra, una mujer trans de 62 años. Llegó a Neuquén cuando tenía 22 luego de haber deambulado por distintos lugares de Buenos Aires. No le gustó. Los tacos y las medias que tenía impecables en el asfalto se fueron percudiendo al costado de la ruta, con las calles de piedra y el viento sin tregua. Fue una de las primeras en llegar, pero al poco tiempo se llenó de travestis y trans de distintas provincias: eran más las de afuera que las propias neuquinas.
—¿Por qué iban a Neuquén?
—En Buenos Aires en ese tiempo eran 30, 60, 90 días que te dejaban detenida. No teníamos derecho a nada. Lo que tenía de bueno Neuquén era que no nos llevaban detenidas. Y si lo hacían, el operativo duraba 24 horas. Hubo un tiempo, más adelante, que sí empezaron a llevarnos detenidas todo los días. Pero para ese momento yo ya era ciudadana neuquina y había elegido este lugar. Si vos tomás agua del río Limay no te vas más.
Con los años, Katiana continuó trabajando en la calle, se colocó siliconas y ya se consideraba una activista. Tenía 40 años cuando conoció a Mónica.


—La hermana era chiquitita, pero hermosa. Lo primero que nos preguntó fue qué sueños teníamos. Luján le dijo que le hubiese gustado terminar su carrera y estudiar para ser chef; otras compañeras, que querían ser peluqueras; y otra estaba estudiando masajes y esas cosas. Me acuerdo que cuando me preguntó a mí, le dije que quería “una cama limpia para morir”. Yo no me había dado cuenta que había causado tanto en ella lo que dije. En aquel tiempo estábamos con la epidemia del sida y en el hospital, cuando ya no podían hacer más nada por las compañeras con VIH te daban el alta y una cama del hospital para que fueras a morir a tu casa. ¡Y nosotras no teníamos casa! Entonces ibas a la de otra compañera. Le poníamos el suero en el lugar en el que estábamos fumando, drogándonos, tomando alcohol para salir a trabajar. Y la compañera estaba ahí entre nosotras. Siempre que me tocaba ver las sábanas estaban sucias. Por eso quería una cama limpia para morir. Porque yo ya estaba en edad.
A sus 40 años, Katiana ya se sentía próxima a la muerte. Sabía que el promedio de vida del colectivo travesti trans al que pertenece rondaba -y ronda aún hoy- los 35 años. Hoy, con 62, es una sobreviviente.
Esa charla despertó una obsesión para Mónica.
Años duros
A los 7 años tuvo por primera vez el deseo de ser monja. Vivía con su madre, María Vilma, en una casa precaria, antigua, de techos altos y tejados. La mujer trabajaba en un restaurante de Rauch. Mientras mataba pollos y los desplumaba, Mónica pelaba las papas, que se acumulaban en cajones por toda la casa. Como llevaba todos los años guardapolvo y útiles nuevos, en la escuela ignoraban la situación en su casa, donde varias veces en la semana no tenían para comer. Era el regalo de su padre, que le enviaba una vez al año el dinero justo -ni más, ni menos- para que compre lo necesario para el colegio. También una vez al año, para las fiestas, lo veía. Aunque a veces le enviaba juguetes, Mónica se armaba los propios. En un cuarto creaba una farmacia, en otro era la encargada de un negocio y en el comedor, oficiaba de maestra. En el patio de su casa habían colocado la antena del vecino. Subía por ella hasta llegar al techo de su casa, desde donde pasaba horas observando el pueblo en altura mientras hacía cruces con un piolín.


“Fueron años difíciles, nos la arreglábamos las dos solitas. Ella era alcohólica. Yo le pedía que por favor no se muriera porque no sabía qué iba a hacer sola. Vivíamos con muy poco. Y aún así, siempre me decía: ‘Si alguien viene a pedir algo a esta casa no se puede ir con las manos vacías’. Cuando le dije de chiquita que quería ser monja, me escuchó y me empezó a mandar con dos hermanas que trabajaban en un hospital. Yo iba a jugar con ellas”, comparte sentada en el living de su casa, mientras ceba mate.
Luego, las cosas no se pusieron más fáciles. Cuando terminó la primaria se fue a vivir a lo de unos tíos en la Ciudad de Buenos Aires, en el barrio de Flores. Le dijeron que no le iba a faltar nada.
“Fue todo una mentira. Pasé a ser una sirvienta de ellos. Me daban una plata que no me alcanzaba para comprar los útiles así que empecé a trabajar. La mitad del sueldo se lo daba a ellos y el resto lo tenía para el estudio. Fueron años de estar muy triste y enojada, pero siempre me mostraba bien, con una sonrisa. Creo que nadie se lo imaginaba. Una amiga de ese momento me preguntó si no quería empezar a participar de un grupo en una iglesia. Le dije que no quería saber nada, estaba enojada con Dios. Ella insistió. Para mí desde chica la iglesia era un refugio y cuando al final fui sentí lo mismo que sentía cuando entraba a la iglesia de Rauch”, cuenta.
Ese año, el grupo religioso al que empezó a asistir viajaba a Neuquén. No le avisó a nadie de su familia y se fue hasta allá en tren. “Cuando llegué lo que me impactó fue que era un barrio muy muy humilde”, dice.


El convento al que llegó era el Monasterio de la Santa Cruz y San José de la Orden de las Carmelitas Descalzas. Fundado en 1982 fue el primero dedicado a la vida contemplativa en Neuquén. Dos casas pequeñas prefabricadas donde se llevaba adelante una rutina diaria austera. Cada monja contaba con un cuarto y un cajón de frutas en el que colocaban su ropa. A un lugar con estas características fue a vivir Mónica con 20 años. Ese diciembre pasó la mejor Navidad de su vida.
“Sentí que era mi lugar, como que había vivido ahí toda la vida”, dice.
A los 20 días de haber ingresado al convento le avisaron que habían internado a su madre de urgencia por una hemorragia. Para ese momento, la familia debía quedar atrás al entrar al Carmelo, pero su madre superiora le insistió en que fuera a verla.
“En marzo viajé. Estaba consumida: cáncer de útero. Ahí fue cuando me dijo: ‘Te veo feliz. Estás en el lugar donde siempre quisiste estar’. Era la única que sabía lo que yo quería. Todo lo que soy es por mi mamá”.
Vida de convento
En el convento, Mónica se despertaba a las seis y media de la mañana. Junto a las demás hermanas rezaban de forma comunitaria y luego, una oración individual de una hora. Seguía una misa, el desayuno y empezaba la primera parte de su jornada de trabajo. Limpiaban, hacían artesanías y vendían los alfajores Del Carmelo. Rezaban y almorzaban todas juntas en silencio. Lavaban los platos y disponían de una hora de recreación juntas. En ese rato, Mónica compartía con el resto las noticias que había leído la noche anterior, en su mayoría policiales, una costumbre que le quedó de acompañar a los presos. Un rezo corto de diez minutos y después podían salir a caminar, descansar o leer. Por lo general elegía la caminata, seguida de un baño y una siesta breve antes de volver al trabajo. Tenían formación comunitaria, una segunda hora de oración y un rezo de media hora en conjunto, con salmos y lecturas. Para que el día no se hiciera tan largo habían decidido que la cena fuera hablada así juntaban el momento de recreación con el de la comida. La última oración del día y cada una se retiraba a su cuarto. “Ahí arrancaba con todo lo de las trans, con las redes sociales, a contestar cosas”, cuenta Mónica.
Cuando ingresó al Carmelo se juró dos cosas: que no iba a perder la alegría y que iba a mantener los pies sobre la tierra. “Para mí pedir en la oración por ‘todos los que sufren, por todo el mundo’ no iba. Quería poder tocar a esas personas. Quería llevar los rostros a la oración”, dice.


Comenzó a usar su tiempo de descanso, a mitad del día, para recibir a las mujeres. En esas conversaciones, Mónica quedó impresionada con sus vidas: el acoso en la escuela, el abandono del hogar, la necesidad de migrar a otra provincia, las inyecciones de aceite de avión para agrandar colas y pechos, la persecución policial. Conoció el lenguaje y el humor particular que comparten e incorporó sus códigos. Su semblante sereno podía endurecerse rápidamente cuando la conversación se volvía una disputa. En esos momentos, el ambiente se cortaba en seco. “¿Cómo se van a tratar así? Tanto esfuerzo que hacen para no ser tipos y al final actúan como ellos”, les llegó a decir, furiosa.
Incorporar la tecnología en el convento fue una odisea. “Cuando empezó el tema de los mails yo fui la primera que se armó uno. Una hermana había conseguido una computadora viejita y pedí permiso para que dos amigos que trabajaban en sistemas me enseñaran. Insistí y se puso una computadora en el comedor con un mail comunitario. Lo veía todo el mundo. Tuve un celular chiquitito que en 2007 me dieron unos familiares. Les dije que no podía tenerlo y me dijeron que lo tuviera escondido. ¿Por qué teníamos que vivir ocultando? Te decían que te ‘invadía el mundo exterior’ si entraba algo así”, cuenta. El facebook de Mónica se hizo conocido para los activismos LGBTIQ+ y el periodismo que cubre temas de género. Además de ponerse en contacto con las mujeres trans que acudían a ella, llevaba un conteo de los transfemicidios, travesticidios y transhomicidios que ocurrían en el país. Los publicaba religiosamente cada vez que se enteraba de uno nuevo.
Tras la muerte del Papa Francisco, en su perfil de Instagram, Mónica recordó la primera carta que le envió Francisco desde Roma. Fue en respuesta a otra que le hizo llegar Mónica junto a mujeres trans de Neuquén, quienes querían compartir sus buenos deseos para esta nueva etapa. Él respondió: “Querida hermana Mónica: Ahora a seguir adelante… con la oración y el trabajo de frontera que el Señor te ha puesto delante. Deciles de mi parte que no las condeno, que las quiero y que desde mi corazón las acompaño en el camino de la vida rezando por ellas. Pero que, por favor, recen por mí. Que les agradezco que recen por mí, y que Jesús y la Virgen las quieren, que no duden de esto. Te dejo. Por favor no te olvides de rezar por mí. Que Jesús te bendiga y la Virgen Santa te cuida. Francisco”.
“Siento que quedé huérfana. Siempre le dije que era mi padre, mi pastor, mi hermano y amigo. Me acompañó en esta lucha para visibilizar a las trans. Recibió a muchas de las chicas, a otras las llamó por teléfono. Me dijo siempre ‘contá conmigo’. Me insistía en que dijera que Dios las amaba y los amaba, que nunca bajen los brazos y respetaba mucho al colectivo LGBT”, dijo Mónica a Presentes.
La cooperativa
Con la frase de Katiana en su cabeza, “una cama limpia para morir”, empezó a tocar puertas. El arzobispo Marcelo Melani cedió una casa destruida, que Cáritas refaccionó, para que las chicas, al salir del hospital, tuvieran un lugar. Se llenó de mujeres trans y travestis que se reunían a compartir el rato. Romina y Victoria abrieron una peluquería y Katiana, un taller de costura: no fue un lugar para morir, sino para vivir.
Por esos años, Katy pudo dejar la calle, pero no el alcohol. Cada Navidad la llamaba a Mónica llorando, borracha. Fue el puntapié para gestar otro proyecto. La Casa Santa Teresita del Niño Jesús fue inaugurada en 2019 en la ciudad de Neuquén con el objetivo de impulsar acciones de prevención y tratamiento para asistir a personas trans con consumos problemáticos. “Es la obra de Mónica que voy a continuar mientras pueda”, cuenta Kati, quien hoy co-coordina la institución y hace doce años que no bebe.
Pero Mónica tenía otro objetivo en mente. Necesitaban un lugar al que volver después de trabajar y de formarse: una casa digna, donde poder bañarse, cocinar y descansar en una cama limpia para vivir.
Un día, la frase de Kati se materializó. El 10 de agosto de 2020, en plena pandemia, la provincia de Neuquén inauguró el primer complejo de viviendas destinadas a mujeres trans y travestis del mundo. El municipio de Neuquén cedió el terreno y el gobierno provincial, a cargo del gobernador Omar Gutiérrez, ejecutó la obra impulsada por Mónica. Son doce monoambientes junto a un salón de usos múltiples, donde viven doce mujeres trans adultas mayores.


Fueron meses de felicidad. Las mujeres, con sus pocos enseres, comenzaron a acomodar su nuevo hogar y a improvisar vivir solas con vecinas. Mónica las siguió recibiendo, ahora con el alma un poco más tranquila. Sabía que no había casas para todas, pero había sido un gran paso. Llegó la Navidad y junto a las demás monjas del Carmelo prepararon dulces con un mensaje que repartieron en cada casa del barrio. Hay una selfie que la muestra a Mónica en primer plano y a tres hermanas, todas sonriendo, mientras entregan el regalo. “Pasamos una Navidad en la que yo no sabía lo que venía”, cuenta.
La discriminación
El 22 de diciembre de 2020, el obispo Fernando Croxatto visitó el monasterio de Mónica para hacer una visita fraterna. “Es algo que se suele hacer, distinto a la visita canónica que se realiza cuando existe una causa seria por determinadas denuncias”, explica Mónica.
Luego de haber hablado con cada una de las hermanas que conformaban la comunidad, el 15 de enero el obispo hizo una devolución sobre la visita. Ahí empezó su sorpresa: dijo que un acompañamiento pastoral no entraba dentro del carisma teresiano. Es decir, que el acompañamiento que Mónica hacía con las trans no era propio de una vida contemplativa.


Viajó a Buenos Aires, donde le prestaron un departamento cerca del Congreso, hasta que las cosas se acomodaran. “Estaba muy mal, caí en una depresión de la que me costó mucho recomponerme”, cuenta. En febrero tuvo que volver a Neuquén. Pensó que la Orden ya había solucionado su situación y que volvería a vivir en el monasterio. “Pero cuando fui me pidieron que decidiera. O eran ellas o era yo. Entonces dije que prefería que siguiera la comunidad adelante y yo me abría. Aceptaron. Al final, entre idas y venidas quedaron solamente tres monjas en la comunidad, dijeron que no la podían sostener, así que cerró el monasterio”.


Mónica pidió el pase al convento de Córdoba y estuvo allí un año y ocho meses, hasta diciembre de 2022. Luego de una serie de cuestionamientos —“Esto no es una casita trans”, “Vos llegaste con la estantería vacía y la empezaste a llenar con todas tus cosas”, “A vos ya se te cortó la cabeza”—, tomó la decisión de pedir una dispensa de sus votos religiosos.
Lo que consideró una traición de parte de las demás hermanas y del obispo en Neuquén, el cierre del monasterio que la enamoró a sus 20 años y en el que vivió durante cuatro décadas, las frases por lo bajo y las objeciones a su labor en el convento de Córdoba hicieron finalmente que, antes de perder la Fe, solicitara la desvinculación de la Orden.
“Mi corazón se siente roto y sangrante. No formó ni formará parte de mi deseo ni voluntad dispensar mis votos como Consagrada a Jesús”, publicó en Facebook el día que el Vaticano aceptó su solicitud de dimisión.


Pionera
El Fray Miguel Márquez Calle es padre general de los Carmelitas Descalzos. Conoció a Mónica cuando era responsable de la Orden en la provincia Ibérica de España. Desde entonces cada vez que visitó la Argentina se encontraron y fueron creando una amistad.
“A mí me pareció muy bonito cómo empezó todo. Ofrecer con mucho respeto un espacio de escucha y de acogida, donde sintieran que las trataban bien. Desde su ámbito… porque ella era una monja contemplativa. No era una monja de vida activa”, dice. Por su rol dentro de la Iglesia viaja a muchos lugares del mundo, pero en esta oportunidad habla con Presentes por teléfono desde la calle de Roma, cerca de la Villa Borghese.


Considera que el acompañamiento que venía llevando adelante Mónica tenía acogida dentro de la Orden, pero esta dependía de cada persona. “No sabría decir si había gente que no fuera tan favorable o menos aceptable al tema. Seguramente sí alguna gente”, comenta. Para él, lo que ocurrió con la salida de Mónica tiene que ver con una tendencia que observa en distintos países: que las comunidades van decreciendo, cada vez son menos monjas y no pueden continuar. No cree que sea por el trabajo que venía haciendo con el colectivo travesti trans. “No tengo noticias de que la denunciaran o le reprocharan su trabajo. A lo mejor hubo algo de esto, pero yo no puedo certificarlo. Creo que es verdad que ella ha tomado otra opción de vida”.
Dentro de la Iglesia “se está haciendo un trabajo, pero es verdad que hay parte que mira con recelo todo lo que se refiere a cuestiones que tiene que ver con las personas trans —explica—. Hay una facción que puede ser más moralista, que tiene un juicio más implacable en relación a las trans y hay otra que acompaña, acoge, que hace un proceso de reconocimiento. Me parece que tenemos que educar en un pensamiento más de comunión en la diversidad”.
Antes de colgar el teléfono para volver a sus tareas, agrega: “Valoro cómo le ha tocado luchar desde pequeña. Creo que no ha habido una persona valiosa, lúcida, que haya tenido una palabra que no haya sido discutida o criticada. Son personas que a veces son pioneras y no son comprendidas en el tiempo en el que viven”.
Un poco de alivio
Hace pocos meses cuando caminaba por el centro porteño, Mónica vio a una señora recostada en el piso, al lado de una verdulería. “Tenía los pies hechos un desastre y pensé en quién se animaría a tocarlos”, comparte Mónica en su casa, mientras Roco, un caniche mediano blanco, la interrumpe. Fue el impulso para estudiar Podología, una herramienta que hoy pone al servicio de otros. “La mayoría de las personas descuida sus pies”, dice. Comenzó a ir al Hospital Borda al servicio voluntario para personas internadas. Ahí conoció a Marcela, cuyo ingreso fue una excepción ya que el lugar en realidad está destinado a varones. “Me siguen las trans”, dice y se ríe. También fue al Archivo de la Memoria Trans para llevar alivio de forma gratuita a las mujeres veteranas que lo conforman. “Después de tantos años de estar paradas en la calle o en la ruta los pies quedan destruidos”, dice.


En una de las habitaciones del departamento donde vive en Caballito, cedido por la Iglesia luego de una larga insistencia, decidió montar un consultorio de podología, en el que atiende de forma privada, y en el perfil de Instagram (@piealiviado) publica los servicios que ofrece. Lo hizo gracias a la ayuda de “las chicas”, como le dice a las amigas trans que forjó a lo largo de los años. Cuando confesó su idea, le dijeron: “Nosotras nos encargamos de que tengas todo”.
La última Navidad la pasó sola. Se dedicó a rezar por todas las personas que pasaban esa noche en soledad. “‘Sos una trans más’, me dicen. Yo siempre digo que hay que conocer el dolor del otro de verdad”.
Somos Presentes
Apostamos a un periodismo capaz de adentrarse en los territorios y la investigación exhaustiva, aliado a nuevas tecnologías y formatos narrativos. Queremos que lxs protagonistas, sus historias y sus luchas, estén presentes.
APOYANOS


SEGUINOS
Notas relacionadas
Estamos Presentes
Esta y otras historias no suelen estar en la agenda mediática. Entre todes podemos hacerlas presentes.