Basta de violencias hacia las trabajadoras sexuales: «Aquí nos quemamos todas»

En el Día Internacional para poner fin a las Violencias contra las Trabajadoras Sexuales, Natalia Lane retrata la vida de las putas travestis

En pocos días cumpliré 35 años, una edad importante para cualquier travesti de calle. Siento que he vivido muchas vidas y aun así me hace falta tiempo. He gastado más balas de salva de las que se pudieran esperar de una trabajadora sexual.

Me siento vieja porque en el fondo sé que las travestis que taloniamos vivimos muy rápido y de prisa. Transicioné hace dieciocho años, una adolescencia entera, cuando no había nada. Literalmente las antecesoras y las de mi generación labramos sobre un campo casi árido.  

Cuando confieso a las personas que estoy cansada, algunos me responden -¡pero si estás bien joven! Tan solo tienes treinta y pico de años-. Lo que ignoran es que no me refiero a los años de vida adulta, los años travestis se cuentan distintos.

Bien dice la escritora Camila Sosa Villada que las travestis envejecemos rápido. Y cuando se trata de las putas las cosas se ponen más cabronas. Acá en la calle no hay tiempo para una vida normal. Acá no planeamos vida a futuro.

Todavía recuerdo las palabras que le dije a mi madre cuando salí de Naucalpan hace 17 años: «me voy a ir y nunca voy a regresar». Creo que lo he cumplido, y eso lejos de hacerme sentir bien me hace pensar en lo que no pude vivir porque tuve que torear la calle desde morrilla.

Esta semana se conmemora el Día Internacional para poner fin a las Violencias contra las Trabajadoras Sexuales. Mucho hemos hablado de la violencia institucional, de la policía, el Estado y la criminalización. Pero qué pasa con las violencias que nos atraviesan desde adentro.

Hace unos días tuvimos una reunión para planear las actividades que haremos para el 2025 en la Coalición Laboral Puteril, la colectiva de putas que lanzamos este año y que hoy cuenta con más de cien afiliadas entre la Ciudad de México y Mérida. Obviamente la reunión terminó en peda y salieron muchos de los dolores que andamos arrastrando las colegas.

Porque ser puta sigue doliendo en este país. Por más que escuchemos discursos progresistas de derechos humanos en los gobiernos, por más que las consignas feministas griten -fuimos todas- nosotras sabemos que ahí no cabemos las putas. Somos incómodas hasta en el feminismo.

Esa misma semana hubo una discusión en un grupo de whatsapp de trabajadoras sexuales sobre una morra que le cobró a lo machin un varo extra a un cliente que olía a caca y que no llevaba sus propios condones. Ahí nos tenían a todas, discutiendo si la colega debía regresarle el dinero o no porque el vato ya se la andaba armando de a pedo.

Otras veces en el grupo discutimos sobre qué pedo con el condón, cuánto debemos cobrar si el cliente quiere pagar a pelo. Como si entre más caro elevemos nuestra tarifa eso nos hace menos putas. Unas hasta se vanaglorian de cómo tratan a los clientes, parece que entre más culero los maltrates y más requisitos les pongas entonces, nuevamente, eso te hace menos puta.

Me recuerda a las peleas que he dejado atrás en la Calzada de Tlalpan, donde nos agarrábamos a chingadazos por los chismes de que ya te miró feo la de a lado o si andas cobrando más barato que las demás y te ganas la fama de -pioja-.

Yo he trabajo en ambos ambientes, tanto en internet como en la calle y puedo decir que a pesar de ser distintos hay muchas cosas similares. Quizá la más cabrona es que ninguna quiere ser una puta baratera. Usamos seudónimos para disfrazar nuestra chamba -escort-, -acompañante-, unas hasta ya se dicen -profesionales eróticas-.

Lo cierto es que a ninguna quiere que el estigma me alcance, porque cuando lo hace siempre se sale lastimada.

Vuelvo entonces a la peda con las colegas de la CLaP!, hablamos de cosas bien ojetes que nos han pasado con los clientes. Lo de menos es que te puteen o intenten ahorcar, lo más culero viene después. Las secuelas que deja en la memoria corporal. El sistema nervioso aprende a estar alerta todo el tiempo. Aún cuando una no ande putiando.

Toda esa mierda se la traga una porque no hay alternativa, si. Pero existe una mierda que ni siquiera estoy segura que haya una palabra para describirla. Es una mezcla de vergüenza, de sentirse insuficiente, como cuando vas de regreso de una peda épica por la mañana en el transporte público y sientes esa sensación de quemarte por dentro, sientes que todo el mundo te mira con juicio y asco.

Nunca he logrado dejar que ese sentimiento se desprenda de mí del todo, porque cuando una se asume puta en espacios como el feminismo y el gremio derechohumanero la gente te trata con condescendencia. Ya ni se diga con la familia sanguínea, te conviertes en la oveja apestada, pero apestoso no es el dinero que les das para apaciguar esa vergüenza que sientes de ser lo que eres. Es un acuerdo tácito, eres puta, pero acepto tu dinero a cambio de -afecto- y no hacer tantas preguntas.

La gente te trata pues como si su vida no estuviera igual de rota como la tuya. Y no lo está, en muchos sentidos seguramente no lo está, pero les hace sentirse superiores cuando te dicen que ellos no cobran porque no saben hacerlo. Como si pa tragar y no morirte de hambre necesitaras pedir permiso o una receta.

Pertenezco a una generación de travestis que tenemos piel reptiliana y camaleónica. Cuando escucho a otras trans* más morrillas quejarse por estupideces me dan ganas de putiarmelas y mostrarles cómo se resuelven las cosas en la calle. Obvio mi parte políticamente correcta me lo impida. Por eso quiero hablarles de la contundencia travesti que te quema por dentro.

Iram Massiel había llegado recién de Berlín y recuerdo que me la presentaron por primera vez en la zona VIP del Híbrido, en zona rosa. Llevaba un vestido lila perrísimo, el más icónico de su carrera puteril, los ojos azules inquisitivos y maquillados baja la capa de pupilentes falsos, porque a las putas de la vieja guardia como nos encantaban los pupilentes.

Massiel pertenecía a la generación de travestis que llevan contundencia al caminar. El mundo podría despedazarse frente a sus ojos y ellas permanecían inmutables. Compartimos pocas palabras, yo esta nerviosísima porque era muy alta y su sola presencia imponía. Me invitó unos tragos y nos tomamos una foto, era el año 2012.

Pasaron doce años más, yo andaba nuevamente putiando en Nueva York cuando chequé mi celular y me enteré que su vato la había acuchillado en Huamantla, Tlaxcala. La última vez que vi a Massiel fue este año en la explanada de la alcaldía Cuauhtémoc. Andaba formada para recibir un apoyo económico como parte del programa de salud trans. Ya no quedaba nada del cinismo de aquella transexual que conocí en El Híbrido.

Les digo que el ciclo de vida de las putas travestis es abrumadoramente rápido. Poco tiempo puede pasar desde que te operas las chiches por primera vez y te haces la rinoplastia hasta que te das cuenta que llegan al punto (la zona de trabajo sexual) otras más morrillas que te superan en cuerpo y desfachatez.

Mi hermana Oyuki, jefa de la primera clínica pública para personas trans en América Latina siempre habla de los cuerpos capitalistas, de los cuerpos consumibles. Dice que cuando una va envejeciendo en la calle, las cosas se ponen aún más difíciles. Como si no fuera suficiente ya con la mierda que tenemos que tragar todos los días cuando una es travesti en las calles del taloneo.

 Y aunque una se niegue a reconocerlo, sabemos en el fondo que llegarán colegas más jóvenes, más bonitas y no tan paleadas por la violencia como nosotras y nuestras antecesoras. Es casi casi como una epifanía. Así que a muchas nos toca apechugar y empezar a darle cabida a la resignación. Eso sí, no dejaremos de ser engreídas y diremos que somos más guapas que las más jóvenes. Que fuimos más astutas y menos pendejas para cobrar.

-La putiada ya no es lo que era, la calle ya no deja nada- me dice la Nicky Castelan, travesti icónica que empezó a putiar en la zona de Revolución antes si quiera de tener una credencial de elector. Estamos sentadas allá por la Colonia Guerrero, ella ahora tiene cáncer, pero eso no le impide ser regia.

Sube fotos en el Facebook maquilladísima y con los pupilentes azules, porque ya les dije que los pupilentes son importantes para las travestis de mi generación. Nicky nos dice a Laura y a mi que siente como si las quimios le quemaran por dentro. Y yo no puedo dejar de pensar que las putas nos estamos quemando por dentro. Y en eso, no hay nada que hacer.

Como dije estoy a punto de cumplir 35 años y no pienso regalarle un minuto más al mundo para explicar el por qué elegí la calle. Ninguna travesti merece cargar ese peso. Que piensen lo que se les dé la gana, lo mismo las feministas blancas con complejo de salvadora que otras transexuales con pánicos morales que nos juzgan por escoger la prostitución, como le llaman a nuestra vida.

Aquí no hay finales felices, ni frases esperanzadoras. Las putas seguiremos fisurando el mundo y probablemente quemándonos por dentro. Ese es el costo que tenemos que pagar por vivir una vida desbocada y de prisa. Pero que les quede muy claro que nuestro fuego también les quemará a ustedes. Porque no hay un lugar en el mundo en que el estigma puta no nos alcance a todas. Así que aquí nos quemamos todas.  

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