1. En primera persona: Gastón en el diván con Dios
En su adolescencia, Gastón se acercó al catolicismo para trabajar en los barrios más vulnerables. Esta es la historia de cómo terminó en un campamento de “sanación” y también, de cómo desandó ese camino y se convirtió en psicólogo.
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Gastón Onetto tiene 38 años, es psicólogo y vive en la ciudad de Santa Fe. No viene de una familia religiosa pero, cuando era adolescente, se acercó al catolicismo porque quería trabajar en los barrios más postergados de la capital provincial. Le gustaba ayudar en el comedor, dar apoyo escolar y jugar con los chicos y las chicas de los barrios Los Troncos y Loyola Sur.
En 2004, al poco tiempo de empezar a estudiar Psicología en la Universidad Católica de Santa Fe, decidió iniciar terapia. En ese momento participaba de un grupo ecuménico que alternaba el trabajo social con los encuentros de jóvenes. Fue ahí donde un compañero le recomendó a un psicólogo rosarino evangélico que viajaba semanalmente a la capital provincial. Así que lo contactó y comenzó a tener sesiones periódicas con él.
Para Gastón hablar de Dios y compartir pensamientos vinculados a las creencias religiosas y rezar eran parte de su cotidianeidad. Estudiaba en una universidad católica y dedicaba gran parte de su tiempo al trabajo cristiano que proponían los grupos de los que participaba. Por eso, al principio, no le llamó la atención que el profesional mezclara conceptos religiosos en sus análisis.
“En la tercera sesión yo le cuento que estaba viendo a un chico. Ahí él se sorprendió y empezó, de forma no tan sutil, a desplegar un discurso en el que construyó el problema al que denominó ‘quebrantamiento de género’. Fueron más o menos seis meses en los que él fue recomendándome libros y apuntes donde se mezclaba pseudo psicología y religión”, recuerda Gastón y agrega: “Creo que la pertenencia a la iglesia me dejó en una situación de vulnerabilidad. Me hablaba en ese código donde nos entendíamos y a mí no me resultaba extraño. A cualquier otra persona si le hablan de Dios en la terapia le va a resultar rarísimo”.
Gastón sabía que la homosexualidad no era bien vista en el ámbito religioso. Pero lo entendía más como un posicionamiento moral con lo cual no le cercenaba su deseo ni le inhabilitaba la experimentación. “Cuando el psicólogo monta todos esos discursos, se construye, por primera vez para mí, la percepción de ver a la homosexualidad como una enfermedad. Ahí compré esa idea”, explica.
Ese quiebre lo llevó a “cortar el estilo de vida gay”. Eso implicaba cambiar su forma de vestir, de sentarse, dejar de escuchar cierta música y alejarse de amigas y amigos. Cambió a las Spice Girls por Jesús Adrián Romero –cantautor y pastor mexicano con casi dos millones y medio de oyentes mensuales en Spotify– y Marcos Witt –cantante y pastor estadounidense ganador de 5 Grammys Latinos en la categoría Mejor Álbum Cristiano–.
“Renuevame, Señor Jesús. Ya no quiero ser igual. Renuevame, Señor Jesús. Pon en mí tu corazón. Porque todo lo que hay dentro de mi. Necesita ser cambiado Señor”, canta Witt en uno de sus temas más conocidos.
Las explicaciones que le daba el psicólogo calaban en la subjetividad de Gastón y le “resonaban interesantes porque estaban mechadas de cierta teoría psicológica”. A medida que las sesiones seguían, su entorno se fue achicando. Llegó un momento en que sólo podía hablar con dos amigas y un amigo que integraban el mismo grupo religioso que él.
“Me empezaron a decir que me veían mal, que se me había borrado la sonrisa. Para mí fue muy importante que me digan que me deje ser porque eran muy religiosos. Elles son les que me sostuvieron”, expresa. También recuerda que su terapeuta le recomendaba que no le cuente a su familia lo que le pasaba “porque no comparten la unión en Cristo” y no iban a entenderlo.
Una semana para cambiar
Gastón cada vez se sentía peor y empezaba a poner en duda los resultados de la terapia. Después de que el profesional que lo atendía le recomendara ver a una psiquiatra, hubo un primer quiebre. Ahí llegó la propuesta de participar de un campamento para “gente que pasaba por lo mismo que él”.
Ser admitido no era sencillo. Además de requerir el pago de una inscripción costosa se necesitaba la recomendación de un profesional y de un religioso. Así que Gastón fue a hablar con su familia para que le dieran el dinero y volvió a la iglesia católica de su barrio para pedirle al sacerdote que enviara la carta que le permitió ingresar.
Así fue que, en 2005, Gastón llegó a un hotel de La Falda (Córdoba), junto con decenas de jóvenes de distintas provincias y expositores de toda América. Si bien desde Santa Fe también viajó otro chico, no les permitieron ir en el mismo colectivo ni conocerse. Durante la semana del encuentro, tenían prohibido decir sus nombres o pasar cualquier dato de contacto.
Al llegar a La Falda y tramitar la acreditación, cada persona recibía la indicación de dónde dormir y en qué actividades participar. De lunes a sábado hubo charlas a cargo de referentes de las organizaciones que auspiciaron el encuentro -entre ellas, las ya mencionadas Ministerio Restauración y Éxodus- y luego trabajos en grupos más reducidos donde se compartían experiencias y se rezaba.
Sanar la herida materna, sanar la herida paterna, el quebranto del género, adictos sexuales y víctimas de abuso sexual fueron algunos de los ejes de las exposiciones. No había demasiado tiempo libre. Y el temor y la culpa que les imponían sobre la sexualidad creaba aislamiento entre quienes participaban.
Hoy, con ese camino desandado y con La Cura –una obra de teatro que lo ayudó a canalizar lo vivido–, recuerda situaciones con mayor distancia y humor. Hay muchas anécdotas que reconstruye de ese viaje como la vez en que un hombre toma la palabra y dice: “Quiero denunciar que un chico joven se sacó la remera en la habitación. Estamos todos en proceso de sanación, ¡Hay que tener más cuidado!”.
Gastón compartió la habitación con otros dos hombres. Uno era un peluquero con más años que él y le contó que era uno de los fundadores de La Piaf (el primer boliche gay de la capital cordobesa). Antes de dormir, les pidió rezar: “Señor, te pedimos que en esta noche vengas a restaurarnos, estamos acá confirmando tu presencia”, dijo solemne pero luego cambió el tono por uno más cómplice y agregó: “Porque si hubiese sido otra noche, ayyy. Pero, ahora, no Señor”.
Habían pasado algunos días del campamento y la incomodidad que sentía creció a tal punto que pidió abandonar el lugar. Al principio se negaron, lo demoraron e intentaron convencerlo de que tenía que seguir intentando cambiar. Pero regresó a su casa con una convicción: tenía que dejar la terapia y todas esas actividades impuestas.
Al principio se negaron, lo demoraron e intentaron convencerlo de que tenía que seguir intentando cambiar. Pero regresó a su casa con una convicción: tenía que dejar la terapia y todas esas actividades impuestas.
Días después, se sentó a practicar lo que iba a decirle a su psicólogo. Lo escribió en una hoja, lo repitió en voz alta infundiéndose ánimos, y fue a la siguiente sesión con la certeza de que sería la última. Cuando llegó al encuentro con el psicólogo, le dijo:
-Yo no sé si Dios existe. Y si existe, tengo una imagen más amorosa, que nos amará como somos y capaz ni siquiera quiere que cambiemos. Es más, no sé si esto se puede cambiar.
La cara que puso el profesional que lo atendía cuando terminó esas palabras, no se le va a olvidar nunca. Tampoco la respuesta.
-Es tu salvación eterna la que estás poniendo en juego cuando sembrás estas dudas. ¿Vos vas a ser psicólogo? ¿Cómo un ciego va a guiar a otro ciego?
De ahí en más Gastón se alejó de la religión y se reencontró con sus amigues maricas. Ellos, dice hoy, lo ayudaron a sanar lo más difícil: su mirada de él mismo.
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