Funar y cancelar: entre la denuncia y la ilusión de Justicia
La palabra funa no surgió de Twitter ni de TikTok, sino de la calle. Hoy nos enfrentamos a otro término: la cancelación, surgida en Estados Unidos. Son fenómenos emparentados pero muy diferentes.

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Ilustración: Paula Dacal
En el sur de Chile, hace décadas, nació la palabra funa. No surgió de Twitter ni de TikTok, sino de la calle. En los años noventa, colectivos de derechos humanos comenzaron a realizar escraches públicos contra represores de la dictadura de Pinochet. Cuando la justicia oficial se negaba a actuar, la comunidad se organizaba para señalar, visibilizar y denunciar. “Funar” era señalar al torturador, al violador de derechos humanos, al poderoso que había escapado de los tribunales gracias a la impunidad. La funa fue un arma política de los pueblos contra el silencio. En Argentina, el escrache cumplió un rol similar: colectivos como Hijos de Desaparecidos señalaron a los militares y funcionarios de la dictadura que paseaban tranquilos por las calles. A falta de justicia institucional, surgió la justicia comunitaria: señalar era resistir.
Hoy, sin embargo, nos enfrentamos a otro término: la cancelación. Esta palabra se popularizó en Estados Unidos y Europa a través de la cultura pop y las redes sociales, donde se habla de “cancelar” a una celebridad, a un influencer o a un político por comportamientos racistas, machistas, transfóbicos o, simplemente, por ser impopulares. Cancelar a alguien es retirarle apoyo, dejar de consumir sus productos, boicotear sus espacios y convertirlo en un paria digital.
Si bien funa y cancelación son fenómenos emparentados, no son exactamente lo mismo. La funa nació como herramienta de denuncia política desde abajo, una respuesta al silencio institucional. La cancelación, en cambio, surge como práctica cultural en el ecosistema mediático del norte global, amplificada por algoritmos que convierten el castigo en espectáculo.
La mutación digital: del grito político al espectáculo
En redes sociales, funar o cancelar ya no significa necesariamente denunciar a un abusador intocable; significa, también, exponer y castigar a cualquiera que cometa un error, que exprese una opinión impopular o que disienta de la mayoría.
La funa o cancelación se ha vuelto espectáculo. Una especie de ritual de consumo digital en el que lo importante no es transformar las condiciones de violencia estructural, sino conseguir retuits, validación y una breve sensación de haber hecho justicia. Como dice Rita Segato en La guerra contra las mujeres “el castigo no transforma, solo reafirma la lógica punitiva”. En este nuevo ecosistema, la funa y la cancelación son tan rápidas como el olvido: hoy alguien es trending topic del odio, mañana ya nadie recuerda qué pasó.
Yo también he funado y he sido funado. He participado en ese linchamiento simbólico que produce una extraña sensación de poder: el poder de ser juez sin proceso, de señalar sin pruebas suficientes, de creer que un pantallazo equivale a verdad. Y también he estado al otro lado, recibiendo insultos, bloqueos, cancelaciones. Sé lo que significa que te reduzcan a un error, a una frase fuera de contexto, a un rumor amplificado por cientos de personas desconocidas. Esa experiencia me obligó a preguntarme: ¿qué estamos construyendo con esta dinámica? la funa/cancelación no ofrece espacio para la reparación ni para la transformación. Solo abre una herida nueva.
Las funas nacieron para denunciar al poder, no para destrozarnos entre quienes sobrevivimos a él
Hemos llegado a pedir más rigor a un post de Instagram que a un medio de comunicación oficial. Fiscalizamos con lupa a activistas racializados en redes, pero dejamos pasar titulares xenófobos en la prensa. Esa es la paradoja: se exige perfección a quienes luchamos desde la trinchera, pero se normaliza el discurso de odio institucionalizado.
Conviene recordar, además, algo que parece olvidarse: las funas nacieron para denunciar al poder, no para destrozarnos entre quienes apenas sobrevivimos a él. Cuando la práctica se trivializa, pierde su fuerza política y se convierte en otra forma de violencia horizontal.
¿Qué podemos hacer ahora?
No quiero romantizar la “funa original”. Sé que también existieron errores, excesos, daños. Pero tenían una intención política clara: romper la impunidad. Hoy, en cambio, muchas funas y cancelaciones se parecen más a un reality show: consumir, indignarse y pasar al siguiente tema.
Quizás la pregunta que deberíamos hacernos no es “¿a quién funar o cancelar?”, sino “¿qué transformamos con cada funa o cancelación?”. Porque si la respuesta es “nada”, entonces lo que hacemos no es justicia, es espectáculo.
Hoy escribo esto con la certeza de que no estoy fuera de esa dinámica. He estado en ambos lados y esa experiencia me obliga a no caer en el cinismo de quienes creen que todo da igual. No da igual. No es lo mismo denunciar un abuso que cancelar a alguien por una opinión impopular. No es lo mismo visibilizar la impunidad que reforzar la cultura del descarte. Diferenciemos entre el poder que debe ser interpelado y el error humano que necesita diálogo.
Apostar por procesos de justicia transformadora, de escucha, de reparación. Entender que no se trata de proteger reputaciones, sino de no convertirnos en lo que decimos combatir.
Porque si algo aprendí siendo funador y funado, es que el castigo nos da adrenalina, pero rara vez nos da justicia.
*Esta nota fue publicada originalmente en Pikara Magazine – periodismo de calidad, con perspectiva feminista, crítico, transgresor y disfrutón- y se publica en Presentes como parte de nuestro acuerdo con este medio aliado.
*Rudy Bruña es comunicador social y periodista colombiano. Activista por los derechos de las personas negras diversas y disidentes de género. Ha trabajado en investigación comunitaria con enfoque decolonial y participativo, además de en procesos de formación en antirracismo, diversidad sexual y prevención de violencias.


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