3. En primera persona: Dino, dos religiones y la misma trampa
Dino Germani, un varón trans, buscó en la religión un espacio de apoyo y contención. Se encontró con intentos por cambiar su identidad.
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Para Dino Germani, un varón trans de 29 años, la religión tuvo las dos caras: salvación y condena. Nació en San Justo, una ciudad de apenas 22.000 habitantes a 79 kilómetros de Santa Fe capital. En esa pequeña ciudad dedicada al agro, casi no se hablaba, hace 15 años, de las disidencias. “Yo no podía ponerle nombre a lo que me pasaba, no sabía que existían personas trans”, recuerda. A los 12 años se sumó a los Testigos de Jehová por decisión propia. Un contexto familiar complicado dice, lo llevó a buscar un ámbito de contención donde pensar un proyecto de vida mejor.
“Yo no encontraba la forma de encajar en mi casa. Quería escaparme. Busqué una religión porque pensé que era donde más me iban a aceptar. Y me metí en la boca del lobo (risas). Durante todos esos años nunca pude contar lo que sentía porque tenía mucha culpa. Estuve cinco o seis años en una institución a la que iba cuando terminaba de cursar todos los días en la escuela. Al poco tiempo también se sumó mi mamá. Pero nunca la dejaron participar del todo porque no estaba casada”, relata a Presentes.
“Yo no encontraba la forma de encajar en mi casa. Quería escaparme. Busqué una religión porque pensé que era donde más me iban a aceptar. Y me metí en la boca del lobo”.
Durante todos esos años vivió su identidad sexual “como un pecado” porque en todas las clases que tuvo le remarcaban que lo que sentía estaba mal, aún si no lo había contado. La estructura de la institución es muy rígida y jerárquica. Los ancianos tienen la última palabra sobre todo y definen las sanciones –generalmente la prohibición de hablarle– a quienes incumplen las normas. Incluso durante las ceremonias hay espacios destinados a cada miembro de acuerdo al rol que ocupa en la comunidad. “Ellos te dejan marcado todo. Entonces estás con culpa todo el tiempo. Esto no lo tengo que hacer o no lo tengo que pensar o no lo tengo que decir. Es horrible”, cuenta. Recuerda que insistían en buscar pasajes de la Biblia para demostrar que la homosexualidad era una enfermedad.
En un momento el vínculo con la organización comenzó a resquebrajarse. Un poco por la sensación de estar siempre en falta pero también porque Dino comenzó a ver que “había muchas otras personas dentro de la congregación que hacían las llamadas ‘cosas de mundo’ (participaban de actividades por fuera de lo que marcaba la religión)”.
“Yo fui por primera vez a un baile a los 19 años. No conocía nada, porque no nos dejaban hacer nada de lo que hacía cualquier adolescente”, recuerda y agrega como ejemplo: “Mi mejor amiga no pudo ir al baile (la recepción) de quinto año, por ejemplo”.
Otro aspecto que no comprendía de la organización era la cantidad de elementos que le obsequiaban. Por ejemplo, libros, que siempre llegaban de forma gratuita. “Nadie me respondió nunca de dónde salía la plata. A los que yo les preguntaba, de los que más trabajaban ahí, me decían que ‘lo hacían por amor”, cuestiona.
Sus días pasaban pidiendo a Dios que cambiara su forma de pensar y sentir. “Yo no contaba nada porque me sentía muy culpable. Pensaba que era un pensamiento malo que tenía yo, porque todo era en base a si a Dios le gustaría lo que uno pensaba o hacía. Mi papá se suicidó y ellos enseñaban que esas personas no iban a ningún lado. Había muchas cosas que para mí no tenían sentido”, agrega.
Dino cuenta que era una persona con mucho miedo a decir. Cuando habló con su mamá y le dijo que le gustaban las mujeres, ella lo quiso internar en una institución de salud mental. “Me quise matar varias veces. Yo buscaba encontrarme, saber qué era, porque hasta donde yo conocía o eras torta o puto, pero no sentía ninguna de las dos. Un día agarré la bici y me tiré abajo de un camión… No sé cómo me salvé, los médicos no lo podían creer”.
El joven trans terminó la secundaria y supo que que no quería seguir con la vida que tenía, no se encontraba, no tenía a nadie que le dijera nada. “Tampoco conocía mis derechos. Se me cerraban las puertas de todos lados”, resalta. Dormía en las calles, amanecía en las plazas.
Luego de esa experiencia con Testigos de Jehová, Dino tuvo episodios de epilepsia nerviosa durante tres años. “Yo no sabía qué me pasaba. Me decían que quería llamar la atención”, recuerda.
En busca de contención
Según el informe oficial de Testigos de Jehová en 2023, la organización tiene 8.816.562 adeptos en todo el mundo nucleados en 118.177 congregaciones y se encuentran en 239 países y territorios. En la Argentina contabilizan más de 300 mil asistentes a conmemoraciones; más de 400 mil en Venezuela; más de dos millones en México; alrededor de 600 mil entre Ecuador, Cuba y El Salvador; más otros 500 mil en Perú; para tener una idea de la presencia que alcanza en Latinoamérica.
Dino dejó de ser parte de esa estadística de los Testigos pero, a pedido de su mamá, volvió a intentar vincularse con un espacio religioso que lo contuviera. Concurrió a una Iglesia Evangélica, también en San Justo, donde practicaban distintos rituales para “quitarle el demonio de adentro” a las personas que asistían.
“Siempre le decía a mi mamá que si existía un Dios no creía que fuera como ellos decían”.
Al poco tiempo de asistir a esas ceremonias, una mujer llegó a su casa a hacerle una especie de exorcismo. Dino cuenta que lo hizo arrodillar en el piso, le puso las manos sobre la cabeza y empezó a hacer presión y a rezar. “Supuestamente yo tenía un demonio de la sexualidad”, dice. A medida que el rezo y la presión se intensificaron, Dino empezó a llorar. “No era porque me entraba el espíritu santo como decía ella, yo lloraba de la bronca. No podía creer que me estuviera pasando eso”, cuenta. Fue el último vínculo que tuvo con las religiones. Tiempo después, se mudó a la ciudad de Santa Fe y empezó la transición a su verdadera vida. Hoy dice: “Yo siempre le decía a mi mamá que si existía un Dios no creía que fuera como ellos decían”.
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