Norma Vázquez: “En el feminismo, sobra discurso y falta contacto con las experiencias de las mujeres”
La psicóloga social de origen mexicano Norma Vázquez lleva cuatro décadas acompañando procesos de empoderamiento y de superación de la violencia machista en Bizkaia.
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Norma Vázquez (Ciudad de México, 1960) empezó su trayectoria como psicóloga social en los años 80 en un centro feminista que facilitaba abortos clandestinos seguros. En los años 90, exploró las huellas que la clandestinidad y la guerra habían dejado en las exguerrilleras de El Salvador.
Desde 2003, dirige la consultoría feminista “Sortzen” en Bilbao, desde la que ha alumbrado violencias invisibles, como las que viven las trabajadoras del hogar y cuidados en régimen de internas.
La palabra “clandestinidad” le evoca, sin ir más lejos, la propia vivencia del feminismo y del lesbianismo hasta hace bien poco.
Clandestinidad vox populi
Vázquez se vinculó al feminismo en su adolescencia en el entonces llamado Distrito Federal (DF), cuando este movimiento empezaba a articularse. Por un lado, florecían pequeños grupos de autoconciencia que editaban algunas revistas. Por otro lado, en 1975 la capital mexicana fue sede de la Primera Conferencia Mundial sobre la Mujer convocada por Naciones Unidas, y en torno a su organización se activó un feminismo de corte institucional: “Eran señoras burguesas; nosotras en cambio éramos las ‘populares’, ligadas al sindicalismo”.
Ese “nosotras” incluye a compañeras feministas que trabajaban en CIDHAL (Comunicación, Intercambio y Desarrollo Humano en América Latina), considerado como el primer centro feminista latinoamericano y fundado a finales de los años 60 en Cuernavaca. En 1985, un terremoto arrasó con el DF y afectó especialmente a las costureras de talleres clandestinos. Las feministas organizaron brigadas de solidaridad y fue en ese contexto cuando CIDHAL contrató a Vázquez.
La interrupción voluntaria del embarazo se legalizó en 2007 en Ciudad de México; hasta entonces solo se permitía en tres supuestos y esos casos tampoco recibían cobertura pública. “Nosotras las poníamos en contacto con médicas y médicos que hacía abortos clandestinos buenos, sin mucho riesgo y no muy caros. Era una actividad clandestina, pero vox populi. Nuestras medidas de clandestinidad eran muy infantiles; ¡usábamos nombres en clave como Blanca Flor!”. Aprendió, como el resto de trabajadoras, a hacer exploraciones de cérvix y de mama. Facilitaban métodos anticonceptivos desconocidos entonces como el diafragma, e incluso copas menstruales. “¡Éramos muy modernas!”, ríe. Sin embargo, ella pronto se volcó en desarrollar el eje de violencia hacia las mujeres.
-¿De qué violencias hablábais en ese momento?
-Hablábamos de violencia sexual, denunciábamos que en el Código Penal mexicano estaba más castigado el robo de una vaca que una violación. Hablábamos de violencia en la pareja y de hostigamiento sexual en el ámbito laboral; de hecho, fuimos el primer país en el que se legisló ese tipo de acoso. Los casos de violencia que nos llegaban al principio eran de mujeres que conocíamos y ahí organizamos acciones de confrontación con los agresores.
-¿Daba buen resultado?
-Sí, como llamadas de atención a nivel individual, porque conocíamos a esos hombres y sabíamos que no nos iban a denunciar. En 1988 salió a la luz que el jefe de la policía judicial del Estado de México promovía entre los agentes la violación de chicas jóvenes. Lanzamos una campaña contra la violencia sexual y nos empezaron a llegar más casos. Ahí esa estrategia de confrontación individual ya no servía. Empezamos a articular una red contra la violencia e hicimos una guía para trabajar todos estos temas en México y Centroamérica.
Mujeres montaña
A finales de los años 80, CIDHAL empezó atendiendo a guatemaltecas refugiadas de guerra y fue estrechando la relación con organismos y grupos de mujeres de Centroamérica. El Instituto de la Mujer de Nicaragua, durante el primer Gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), las invitó para formar a promotoras de salud en anticoncepción y aborto seguro.
-¿El sandinismo estaba a favor de los abortos entonces?
-¡Solo si eran clandestinos! Nosotras habíamos traducido al español el emblemático libro Nuestros cuerpos, nuestras vidas, del Colectivo de las Mujeres de Boston. La directora del Instituto de la Mujer lo tomó sin nuestro permiso y lo mutiló: eliminó el del aborto y el del lesbianismo porque, según ella, no se ajustaban a su realidad. Me cogí un cabreo, ella también se enfadó y me dijo: “En la Revolución no tenemos que pedir permiso a nadie”.
En 1990, el FSLN perdió las elecciones y de esa crisis florecieron organizaciones feministas autónomas. Ocurrió otro tanto en El Salvador: la organización Las Dignas nació ese año, en el contexto de los Acuerdos de Paz. CIDHAL apoyó a unas y otras. “Les parecíamos que veníamos de otro planeta, pero conectamos bien porque ¡estaban igual de locas que nosotras!”, ríe.
Al año siguiente, la Coordinadora Feminista del DF lanzó una campaña, Mujeres al poder, mujeres al Congreso, en la que reclamaban a los partidos políticos que incluyeran a sus integrantes como independientes en sus listas electorales. “Las candidatas éramos feministas a favor del aborto y contra la violencia, reconocidas lesbianas, trabajadoras del sexo… Fue una aventura muy bonita, mi primera y última en política, mi última en México. Decidimos que, si perdíamos, nos iríamos a vivir a El Salvador. Perdimos por poco”, rememora.
Habla en plural porque entonces ya era pareja de Clara Murguialday, una consultora en género y desarrollo a la que había conocido en unos encuentros feministas en Ecuador. Durante la entrevista en su casa, Clara hace de apuntadora cuando a Norma le falla la memoria.
México fue uno de los primeros países en celebrar el Orgullo LGTB, y el respeto a la libre opción sexual figuraba entre los principios fundacionales de la Coordinadora Feminista del DF. En Centroamérica, en cambio, incluso a las feministas les costaba aceptar el lesbianismo. Vivió en El Salvador entre 1992 y 1998, trabajando con Las Dignas, y realizó, junto con Cristina Ibáñez, una investigación cuya publicación en forma de libro sacudió a la izquierda salvadoreña: Mujeres montaña. Vivencias de guerrilleras y colaboradoras del FLMN. Les impactó cómo la clandestinidad había calado hasta los huesos de sus nuevas compañeras: “La gente no hacía vida social, solo trabajaba y militaba. Nunca nos invitaban a sus casas, incluso después de que terminase la guerra, cuando ya éramos amigas y vivíamos ahí. Todas las fiestas, reuniones y talleres se organizaban en nuestra casa. Estaban muy traumatizadas con los ruidos. Al hacer la investigación, entendí muchas cosas”.
-¿Costó que las mujeres hablasen?
-No, tenían muchísimas ganas de hablar, pero a las que nos costaba escuchar era a nosotras. Hice cerca de 60 entrevistas y sentí que “una historia más y me muero”. Hasta me salieron manchas en la piel. Su publicación fue un escándalo. Nos metimos en las tripas de una guerrilla, de una organización de izquierda, y hablamos de temas tabú como la persecución sexual hacia las mujeres en los campamentos si no se emparejaban o los abortos que obligaban a hacer a las dirigentes.
-¿Hubo represalias?
-Las hubo desde que surgieron Las Dignas. Les cerraron el grifo económico, pero no les funcionó porque CIDHAL y otras entidades feministas las avalaron ante agencias de cooperación europeas. Otra represalia era el desprestigio: locas, lesbianas, aborteras. La izquierda nos vilipendiaba, nos decían que éramos aliadas del imperialismo porque señalábamos la violencia de los hombres y no solo la del Estado. Pero esa mala fama fue incrementando el prestigio de Las Dignas entre las feministas latinoamericanas.
Migrar empodera
Dice Norma Vázquez que en El Salvador los años pesan el doble. Estaban muy cansadas de la agitación activista y de los sobresaltos. La tierra de su pareja, el País Vasco, se antojaba un buen lugar para ampliar su formación en psicología clínica y encontrar la tranquilidad que le pedía el cuerpo, a punto de cumplir 40 años. Al principio le costó encontrar su lugar. Sentía que lo que ella sabía hacer no se valoraba en Euskadi y que había pasado de ser reconocida como referente feminista a que la tratasen como si no tuviera conocimientos cualificados. “Migrar es una experiencia de empoderamiento, porque tienes que sobrevivir y adaptarte a una realidad muy distinta. Es una cura de humildad; tienes que trabajarte mucho la autoestima para salir de donde te ha colocado la mirada racista”.
En 2003, fundó la consultoría Sortzen, especializada en violencia de género y empoderamiento de las mujeres. Dos años después, las técnicas de igualdad de Basauri, Ondarroa, Getxo y Ermua fundaron la Red de Escuelas de Empoderamiento de Bizkaia, inspiradas en experiencias latinoamericanas, y contaron con ella como formadora. “Fueron ellas las primeras que me llamaron para hacer lo que yo sabía hacer, que eran los talleres con mujeres”.
Uno de los puntos fuertes de Sortzen es el trabajo con mujeres migradas. Cuando yo ya estaba asentada, pude empezar a trabajar con ellas y ver una realidad que a mí no me había tocado, porque soy de alguna manera privilegiada. Aunque, mientras mis compañeras con pareja heterosexual podían casarse y tener papeles desde el primer día, yo no pude hasta que en 2005 se aprobó el matrimonio igualitario. En esa época empezó a llegar mucha migración diversa, se cerraron las posibilidades de regularización, floreció el trabajo en casas, en condiciones muy precarias… Los ayuntamientos nos contrataban para hacer talleres de empoderamiento con mujeres migradas, sin entender que el empoderamiento pasa por cosas como aprender a moverte sola en el metro o conocer el andamiaje institucional. Nosotras les dábamos esas herramientas.
Dos décadas después, asiste con interés a la eclosión de colectivos de feministas racializadas, aunque no se identifica del todo con sus formas y propuestas. “Igual es porque yo no me vinculé al feminismo a partir de mi racialidad, sino de mis conocimientos y experiencias en un tema concreto. Racializada seré siempre, pero ya no me siento migrada. Entiendo que hay compañeras que se sienten agredidas, minimizadas, las entiendo porque me tocó vivirlo. Entonces éramos pocas como para hacer ruido”. Cuando en los talleres explica conceptos como la violencia estructural hacia las mujeres, subraya que el género no se puede separar de la clase o de la racialidad. “He vuelto a mis orígenes, cuando en el año 1975 las mexicanas burguesas decían ‘ante todo somos mujeres’ y les contestábamos: ‘Nosotras somos mujeres pobres’”.
-Has alumbrado en distintas investigaciones las violencias que viven las mujeres migradas. ¿Qué es lo que sigue oculto?
–El mismo movimiento feminista que habla tanto de poner los cuidados en el centro no lo hace de la mano de las mujeres que trabajan en los cuidados. No hay suficiente luz sobre el maltrato hacia las personas mayores por parte de sus hijos y sus hijas, tampoco sobre el maltrato institucional. En El Salvador las familias se tejen por la afectividad y no por la consanguinidad, porque igual la madre está en Estados Unidos y el padre ha muerto. Aquí, en cambio, son las mujeres migradas, internas o externas, las que tienen la llave para abrir esa fortaleza que es la familia vasca. Me parece un reto interesante alumbrar qué complejidades afectivas y laborales se mezclan ahí dentro, cuando irrumpe en esa homogeneidad cultural una cuidadora con un bagaje tan distinto. Ver quién permea a quién. Es fascinante.
-Impartes talleres sobre violencias machistas a hombres, incluso a policías. ¿Cómo lo vives?
-Es agradecido, porque primero te avientan toda su masculinidad hegemónica en la cara y luego se quedan descolocados. Mi rol no es convencerles sino decirles lo que hay: que el mundo no les pertenece, que tienen que respetar los derechos de otras personas y cumplir la ley. Eso me sitúa en un lugar de poder. Me parece que ese trabajo lo podemos hacer mejor las mujeres que los hombres, que se van a cuidar más entre ellos.
-También acompañas en procesos de intervención comunitaria. La justicia patriarcal no nos protege, pero nos perdemos cuando intentamos desarrollar esas alternativas…
-Sí, se nos cuela mucho el punitivismo. Yo les decía a unas feministas que asesoré: “¿Ustedes hasta cuándo van a sancionar a este chaval sin dejarle entrar al gaztetxe? Porque yo estoy en contra de la cadena perpetua”. También he discutido con las que creían que la salida no punitivista era mandar al agresor a terapia. Le puede servir a él, pero ¿cuál va a ser la medida de castigo y de reparación? Puede ser pedir perdón, reconocer el daño, pensar en cómo reparar a la víctima. Las mujeres en situación de violencia, durante su proceso de sanación, pueden querer que el agresor se muera o que le metan a la cárcel, pero después no suelen ser punitivistas, sobre todo si tienen hijas o hijos en común. Me parece que a veces estamos muy alejadas de las experiencias vitales de las mujeres.
–¿Y cómo podemos acercarnos?
-Doy clase en algunos másters y encuentro una sobreideologización de la violencia que no nos sirve para trabajar con las mujeres. Leo en un trabajo de clase: “Las mujeres devienen en objeto violable”. Esa afirmación me estremece. Sobra discurso y falta contacto, también con nuestra propia experiencia vital. Porque ves a feministas que tienen ideas aparentemente muy claras y tajantes, pero se enredan en sus relaciones. Escribí un artículo titulado ‘La terapia de lo complejo’. Me preguntaba por qué una mujer joven puede sentir que se quiere morir porque ve unas fotos íntimas colgadas en la red y una mujer que ha sido violada por un grupo de paramilitares se puede recuperar. Mucho de eso tiene que ver con la experiencia subjetiva. Las feministas estamos muy acostumbradas a pelearnos con el mundo exterior y a querer explicarles a las mujeres lo que les pasa a partir de unas ideas muy generales. Tal vez sea deformación profesional, pero me parece que se habla mucho y se escucha poco.
Esta nota fue publicada en Pikara Magazine e integra el número 9 de Pikara Papel, medio aliado de Agencia Presentes
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