Gabriela Wiener: “En España lo colonial está institucionalizado, se violenta a través de la ley”

En su nuevo libro, “Huaco retrato”, Gabriela Wiener se acerca a su genealogía familiar a través de los silencios, las dudas y los temores transmitidos de generación en generación.

24 de agosto de 2022
Berta Gómez Santo Tomás / Pikara Magazine
Sofía Álvarez / Pikara Magazine

“No me gustaría acabar siendo una carpeta con un nombre”. Gabriela Wiener finaliza con esta contundencia uno de los capítulos de su último libro, Huaco retrato (Literatura Random House). En las páginas previas había descrito la doble vida que llevaba su padre, recién fallecido, organizando en carpetas con nombres y apellidos sus relaciones amorosas. En una guardaba las cartas que se mandaba con su esposa, la madre de Wiener; en la otra, las que se escribía con su amante, la “madrastra oculta”, con la que siempre vestía un parche que no necesitaba.

“Al descubrirlo, no puedo dejar de pensar, de temer, de llorar, de encontrarme explosivamente con la naturaleza humana. Pienso en Jaime y en Roci, en sus vidas secretas, en las mías, en lo que siempre he temido, en lo que siempre he temido de mí. ¿Alguna vez podré dejar de sentir miedo?”.

Este fragmento es una buena muestra de la mirada inquisitiva con la que Wiener se acerca a su genealogía familiar, hurgando en los silencios, las dudas y los temores transmitidos de generación en generación. Así como también de la visceralidad política desde la que escribe Huaco retrato. Anomia y deseo.

Un libro que no puede contarse fragmentariamente haciendo referencia a cada una de sus partes, en principio poco relacionadas, sino como un todo narrativo que se retuerce para formar una identidad en duda. La de Gabriela Wiener, pero también la de mujeres como María Rodríguez, su tatarabuela: la chica de Trujillo que a mediados del siglo XIX quedó embarazada del explorador austríaco francés Charles Wiener. La madre olvidada que cuidó sola de su bebé mientras el padre blanco pasó a la historia como el hombre que casi descubre el Machu Picchu. Aquel Wiener que expolió casi 4.500 piezas de arte precolombino aún expuestas en París y que se trajo a un niño que no era el suyo a Europa para comprobar si su raza también podía progresar con la enseñanza adecuada. El mismo que hoy le proporciona a la escritora un apellido y una historia que mana a borbotones, como una herida abierta.

– “Jamás podría hacer nada semejante”, escribes esto refiriéndote a los libros sobre el duelo. Sin embargo, la forma en la que se desarrolla la estructura de la novela –partes de la muerte de tu padre para contar una historia que solo podría tener lugar después de ese hecho– remite a un libro típico sobre el duelo. ¿Por qué separar Huaco retrato de esta categoría?

-Creo que hay una parte de la novela que podríamos llamar boutades sobre los géneros literarios. En otro momento la protagonista también se despacha sobre la autoficción. Quería que el libro incluyera una mínima reflexión crítica acerca de dónde ponerlo, que se adelantara a su recepción, pero desde cierto humor. Sabía que me preguntarían cansinamente si era autoficción, novela autobiográfica. Si era literatura del yo o del duelo, si era una memoria familiar o un libro de literatura social y denuncia política. Así que el propio libro dice lo que no es o lo que no quiere ser o lo que no es exclusivamente. Mi idea fue hacer un libro escurridizo, es decir, todo lo contrario, al típico libro. Que la literatura de duelo que hay en él renunciara a serlo para convertirse en otra cosa y así con todo lo demás. Mi objetivo, un poco pretencioso, era meter una bomba decolonial en el contenido y en la forma. No sé si lo he conseguido. Pero me gusta pensar que Huaco pertenece a una tradición de narrativa bastarda o que hace algo como una contranarrativa. Su gracia está en su impureza: precisamente intenta desestructurar la forma hegemónica en que contamos, manipulando la historia del poder, del género y trayendo al centro las del contrapoder y las de la historia con minúscula.

-También resulta confuso, ahora sabemos que, de forma buscada, que dejes entrever que la historia que quieres contar es la de María Rodríguez, tu tatarabuela abandonada en Trujillo, y no la de Charles Wiener. Y, sin embargo, hay muchas más páginas dedicadas a él que a ella, ¿cómo se honra la vida de una mujer que nadie consideró relevante conservar en su momento?

-En realidad, aunque la pregunta por el borrado de la vida de María Rodríguez atraviesa todo el libro, en ningún momento me propongo contar su biografía. Tampoco es ese tipo de libro que va a rescatarla del olvido ni le va a devolver el protagonismo, me temo; no es un libro sobre un hombre, pero tampoco sobre una sola mujer. De hecho, es que la voz que se indigna por solo tener acceso a información sobre el célebre tatarabuelo renuncia expresamente a hacer la indagación sobre María y se muestra consciente de esa limitación. Sabe que, a partir de cierto momento, ya solo puede cubrir los agujeros de esa memoria con especulaciones e imaginación. Por ejemplo, se rellenan a través de otras presencias femeninas que han pasado también por la máquina de borrado: la abuela madre adolescente, las hijas, la amante y sobre todo la madre, quien aparece hacia el final como alguien con su propio relato, que se aleja de la víctima y encarna más bien la resistencia.

– ¿Qué ha supuesto para ti, para la construcción de tu identidad, la existencia de un huaquero [nombre con el que se conoce a los saqueadores ilegales de yacimientos arqueológicos que sacan beneficio económico] como Charles Wiener en tu línea familiar?

-Soy la primera de la familia que le ha llamado “huaquero”, porque su figura siempre estuvo rodeada de respetabilidad. Yo, como la chica no blanca de los Wiener, la menos respetable, siempre me sentí la del otro lado, quizá como una anomalía, la que no encajaba. Por eso en el libro está esa sospecha: ¿y si no venimos de quienes se supone venimos? ¿Y si nos hemos estado tragando injustamente una sola versión de la historia? ¿Dónde quedó ese lado en el que yo podía haberme visto representada? ¿Por qué no me fue transferida? ¿Podré, con las preguntas adecuadas, hacerlo diferente? Construimos identidad a partir de, literalmente, saqueos, violencias furtivas y abandonos. Comprender que venimos del huaquero del siglo XIX o del conquistador del siglo XV o del esclavista del siglo XX forma parte de la mochila que quizá pensemos y repensemos ferozmente toda nuestra vida. A mí lo que me subleva es por qué en el otro lado todo es comodidad, autoafirmación y cero preguntas. Mi identidad podría ser la de la dudosa, una de las ilustraciones de raza que hace Charles en su libro Perú y Bolivia. Cuando la vi dije “esta soy, esta somos”. Me interesa la duda como identidad.

Portada del libro escrito por Gabriela Wiener.
-A medida que avanza la narración empieza a notarse que estableces cierta reconciliación con él, no lo justificas, pero, en lugar de demonizarle, le otorgas un contexto, unas dificultades –por ejemplo, el hecho de ser judío. Incluso encuentras una conexión novelesca con él. ¿Sentías una necesidad de perdonarle o entenderle?

-Mi plan no fue contar siquiera sus luces y sus sombras sino demolerlo integralmente, con conciencia y sin piedad. Con ello dar una buena sacudida a la institución familiar colonial y racista, al mito del ancestro europeo científico, al orgullo del patriarca fantasmal que hizo mucho por el mundo, pero poco por su descendencia. Y hablar con lenguaje contemporáneo de los padres y de lo poco que cuidaron. Sin embargo, soy muy blandurria y me conmueve también desde dónde hizo las cosas. Por eso el personaje de Wiener es fascinante, complejo. Todo esto que tenía de fraudulento, gonzo, megaprota y autopromo me hace reconocer en él un parentesco que no había sentido antes. ¿Te imaginas que al final no sea él el Wiener que pase a la historia? Pues este libro trata de hacer ese chiste en 200 páginas.

-Parece igualmente injusto que tengas que hacer este trabajo de reparación cuando vives en un país como España, que aún celebra su día nacional honrando a hombres que desencadenaron incluso más violencia y sufrimiento que Charles. ¿Qué significa para ti el 12 de octubre?

-Hay una identificación constante a lo largo del libro entre el huaco y la protagonista para señalar la cosificación y la instrumentalización de eso que en el siglo XIX se entendía como el otro y el subalterno, pero que sigue vigente. Ese otro que fue el salvaje, el caníbal, el monstruo, y es hoy el migrante que padece la ley de extranjería y los discursos de odio de Vox. Creo que en Huaco Retrato se muestran varios niveles de deshumanización. La más extrema es sin duda el caso de los zoos humanos, la exposición de personas como animales con fines científicos y de entretenimiento. Como sabemos, la última de esas exhibiciones europeas recién cerró a mediados del siglo XX, o sea ayer. Y hubo zoos de este tipo en España, en Madrid, muy cerca del Palacio de Cristal, y en Barcelona, en Plaza Cataluña.

– ¿Qué otras formas de violencia colonial se siguen hoy manteniendo?

-Por ejemplo, la que habla de la relación actual de España con las poblaciones que migran desde sus excolonias americanas, que es para mí una de las más paternalistas y, por ello, más racistas que hay. Bajo esta mirada, los migrantes latinoamericanos son como el buen salvaje asimilado e infantilizado. Seducidos por el falso relato aspiracional del poder, que nunca será una amenaza real, que interesa mientras puedan servirse de su trabajo de cuidados y mientras puedan usarse para demostrar al mundo el éxito de su proyecto civilizador llamado mestizaje. Así como Charles Wiener no quiere exterminar a Juan, pero no ve problema en comprar a ese niño, arrancarlo de sus raíces, disciplinarlo y usarlo para relatarse a sí mismo como su salvador. Pura pedagogía de la crueldad. Ese es otro nivel de deshumanización. Y es algo que como migrante que ha llegado, después de un largo periplo, a una situación administrativa privilegiada respecto a otros migrantes que esperan acceder a territorio español, la narradora sabe detectar perfectamente.

-Cuando se trata el tema de la descolonización, hay quien opina, también dentro de la izquierda, que acciones como eliminar del espacio público las estatuas que rinden homenaje a Cristóbal Colón son un asunto político menor. Un tema cultural, que no es material. En contraposición, ¿cómo dirías que influyen los símbolos en las vidas y cuerpos de las personas?

-La condición de migrante sudaca y los estereotipos que la rodean es quizá la experiencia que más me ha tocado experimentar en los años que vivo en España. Lo que siempre me ha impresionado es lo mucho que la colonización española está en nuestros divanes formando parte sustancial del autoanálisis y de la discusión sobre nuestro presente e identidad, mientras para la sociedad española no somos ni un tema. Somos personas desenfocadas en un segundo plano en su proyección de sí mismas. Y creo que es porque para enfocarnos y vernos con claridad y respeto les tocaría revisar su lado más oscuro, el ego conquiro que está debajo del mito de descubridor, y comenzar a leer su propia identidad como una historia de violencia y sometimiento del otro. Aún nuestres hijes tienen que caminar al lado de monumentos a esclavistas, hospitales o paradas de metro que se llaman 12 de octubre.

-Ni siquiera parece que podamos hablar de un presente poscolonial.

-No. La colonialidad está activa porque la herida sigue doliendo y sigue siendo central cuando nos pensamos a nosotras mismas en lo cotidiano. Ese modelo social de subordinación, esa organización social basada en castas inventadas en la modernidad, y el racismo y clasismo que rezuman, han hecho huellas en nuestra salud mental, en nuestra subjetividad, en la manera en que nos relacionamos como sociedad, en la administración de los Estados nación y cómo estos se articulan con las políticas económicas neoliberales.

-Aun sabiendo que puede ser una generalización: ¿cómo se afronta en cambio ese pensamiento en Latinoamérica?

-La ventaja de habernos pensado mucho más que los españoles en torno a la colonia es que habitamos procesos de descolonización en comunidad, mientras que aquí se sigue alimentando la nostalgia, negando la memoria y dejando que la ultraderecha marque la agenda del discurso público y mediático. En España lo colonial está institucionalizado, se funciona bajo esa lógica, se cierran las fronteras y se violenta a través de la ley a quienes vienen de los países saqueados. Si nos guiamos por las instituciones y los discursos de las autoridades políticas diría que el discurso sigue siendo, incluso, profundamente imperialista y neocolonialista. No estamos viendo que se abran debates críticos sobre el proyecto colonial moderno heterocentrado, ni que se potencien los necesarios estudios decoloniales como allí. Al contrario, estamos viendo cómo la presidenta de la Comunidad de Madrid y los líderes de la derecha en estas últimas fiestas de la hispanidad reforzaron el discurso colonial racista y dirigieron sus ataques hacia los pueblos originarios. Se enervan cuando las comunidades negras se cargan las estatuas de esclavistas. Lo que teme la derecha antiindígena es resistencia y organización, demandas de reparación, elaboración de nuevas genealogías y renegociación de contratos con sus multinacionales que explotan allí recursos. Por eso se han apretado el cinto y no parecen querer bajarse del caballo.

-Me interesa mucho la comunicación que tienes con ese especialista en Charles Wiener, Pascal Riviale. De pronto, un hombre de la academia dice saber más que tú sobre un asunto familiar, o al menos eso cree él. ¿Cómo ha avanzado esa comunicación?

Dejé de hablar con él cuando dejó de ayudarme. No avanzamos mucho. Él tiene una especie de relación amor odio con Wiener, lo ha estudiado obsesivamente y a la vez lo machaca. Por eso me interesaba usar su discurso académico en mi troleo a Wiener, pero solo hasta cierto punto. Queda claro que incluso me cae mejor Wiener que Riviale. Creo que el libro asume una posición cuestionadora respecto a la autoridad cultural occidental. Se mete con los especialistas, con la academia, con la ciencia, con el museo moderno, todas instituciones que nacen con el racismo.

De hecho, cuando empiezas el libro estás recorriendo un famoso museo de París viendo las figurillas que tu tatarabuelo extrajo de una tierra que no era la suya: los museos como corroboradores aun del orgullo por esa historia.

-Los museos son otro espacio en el que se ha hecho una especie de luz de gas a la reflexión sobre la colonialidad cuando lo que subyace es un etnocidio en toda regla, el desmantelamiento cultural de los pueblos originarios a causa de la imposición militar y religiosa de otra cultura. No es herencia, es imposición. El ‘nuevo mundo’ es un palimpsesto, una escritura sobre otra, que la borra, una ficción que pasa necesariamente por los intentos de hacer desaparecer ese mundo real. Para eso se usaron instituciones occidentales como los museos, en los que el patrimonio de esos territorios saqueados de sus orígenes se exhibe como parte del tesoro imperial de la conquista sin comentario. La coartada ha sido otra vez el mestizaje, como proceso generador de una cultura mayor, sincrética, romantizada. Pero para que exista tal fusión, la influencia y predominio tendría que haber ocurrido también en la otra dirección. Lo que ha habido y hay es extractivismo material y simbólico de uno de los lados hacia el otro.

– ¿Ha cambiado esto en los espacios de arte contemporáneo o lo racializado sigue existiendo como lo extraño, lo exótico?

-La racialidad únicamente tiene cabida en los espacios modernos para vender diversidad y multiculturalidad. El colectivo anticolonial y de disidencia sexual Ayllu (Devuélvannos el oro) o la artista peruana antirracista Daniela Ortiz llevan años interviniendo políticamente estos espacios, introduciendo la reflexión en torno a la memoria, la identidad y la violencia que está detrás de los museos coloniales, la manera en que actualizan ideológicamente esa visión supremacista española. Detrás de estos trabajos, referentes de mi novela, está la demanda de que en los espacios del arte y en la cultura europea se hable de la devolución de las vidas, de las epistemologías, cosmovisiones, de lo sagrado y todo lo extirpado en siglos de colonización cultural. Ese es el oro que debe devolverse según Ayllu, dando paso a otras voces políticas, críticas y válidas frente a esta visión eurocéntrica del conocimiento que las margina al pasado y las asocia al atraso. En ese sentido, la muestra de la artista peruana Sandra Gamarra, actualmente exhibiéndose en Madrid, mete el dedo en la llaga, cuestionando la propia idea de museo, poniendo un espejo delante de esta idea evolutiva del arte occidental a través de imágenes y metáforas visuales poderosas que van recorriendo varios estadíos de la violencia colonial, la económica, territorial, racial y patriarcal.

-Entre tanto aparecen en la novela elementos que no tienen conexión aparente: los celos o la construcción del deseo. ¿Por qué decides ondear entre todo ello y no centrarte solo en la historia familiar?

-Porque la historia familiar también tiene que ver con el amor y el deseo tanto como con el racismo y la colonización, están intrincados. Y hay una misma línea que recorre la primera historia, la incierta y fugaz relación entre María y Charles, hasta la última, la relación contemporánea y poliamorosa. Por el medio está la historia del padre infiel y su relación paralela. Y en cada una de esas historias hay hijos de por medio, oficiales y no oficiales, más o menos blancos, más o menos marrones, más o menos desamparados.

-Los celos, de hecho, no son para nada un elemento anecdótico en el libro: llegan hasta tu vida y tus relaciones como parte de una estirpe familiar. ¿Cómo puede leerse esto? ¿Los celos se heredan de generación en generación?

No, los celos o cualquier vulnerabilidad son intrínsecos a las relaciones de poder o dominación. Y todas las relaciones lo son, también las amorosas. Suele pasar que existen relaciones desiguales en las que hay quienes tienen privilegios de raza y los que no. Los que pueden permitirse una doble vida y las que no. Esa desigualdad afecta a la forma en que nos miramos a nosotras mismas y en que nos relacionamos, y claro que puede transmitirse de generación en generación. Es decir, el libro postula que, a mayor vulnerabilidad y violencia racial, de género o de clase recibidas, mayor es la inseguridad y el miedo a perder lo poco de afecto, seguridad y valoración que hemos conseguido. Le puedes llamar celos, fragilidad, precariedad, pero no es algo que se resuelva individualmente sino con les otres. Saber esto es importante para no dejar soles a quienes no pueden gestionar sus relaciones porque cargan con esa pesada mochila de historias tristes y heridas abiertas.

-No deja de sorprenderme que los libros que escriben las mujeres sobre sí mismas, por lo general, están cargados de culpa, de autoflagelación y de una especie de confesión de todo lo malo que provocan a su alrededor. Los escritores hombres, en cambio, tienden a ser más benevolentes consigo mismos, si no son héroes al menos tratan de justificar sus hechos. ¿Te ves algún día escribiendo un libro donde la protagonista sea algo así como “la maravillosa heroína querida por todes llamada Gabriela Wiener”?

Ese libro ya existe y se llama Sexografías.

*Este artículo fue publicado originalmente en Pikara. Para saber más sobre nuestra alianza con este medio, clic acá.

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