Juliana Ama, la mujer indígena que preserva la memoria de todo un pueblo en El Salvador

Se cumplen 90 años de la masacre durante el levantamiento indígena en contra de la dictadura militar en El Salvador. Juliana Ama, nieta de uno de los líderes de la rebelión, rememora aquella historia.

SAN SALVADOR, El Salvador. Lidia Juliana Ama es una incansable mujer indígena del pueblo nahuat de El Salvador. A sus 73 años continúa impulsando el idioma, la cultura y la memoria de una de las mayores masacres en contra de poblaciones originarias por parte del Estado.

Los hechos ocurridos en enero de 1932 en el occidente del país se catalogaron como un etnocidio. Según estiman varios historiadores, acabó con la vida de unos 25 mil indígenas en la región occidental del país. No existe hasta ahora una cifra oficial.

El principal punto de la represión tuvo lugar en el municipio de Izalco, unos 56 kilómetros al oeste de la capital San Salvador.

Entre el 22 y 26 de enero, miles de hombres indígenas fueron sometidos, sacados de sus casas y asesinados por la Guardia Nacional, quienes siguiendo las órdenes del presidente General Maximiliano Hernández Martínez (1931 – 1944), debían sofocar el “levantamiento de comunistas” en el empobrecido país centroamericano.

Fraude y despojo

El levantamiento insurreccional de indígenas fue motivado por el despojo continuo de las tierras ejidales, de uso común de los pueblos; la reducción a menos de la mitad del pago por labores agrícolas y el fraude electoral de la alcaldía del municipio.

Feliciano Ama, tío abuelo de Juliana, fue el principal señalado de instigar el movimiento en la zona. Reclamaban al gobierno la victoria del candidato a alcalde de Izalco Eusebio Gómez sobre el candidato Miguel Cal.

“Como siempre, ha habido fraude. Le dieron el gane a este señor (Miguel Cal) y eso les dio más cólera a los indígenas. El 22 de enero se reunieron todos los abuelos bajo una ceiba en el parque. A las seis de la tarde comenzaron a circular en el pueblo reclamando por el fraude y por la devolución de las tierras comunales”, dijo Juliana Ama a Presentes.

“Los abuelos fueron comunales, no comunistas, para denigrarlos el gobierno dijo que eran comunistas. En algún momento culparon al tata Feliciano por su osadía de revelarse en contra de los terratenientes del pueblo”, señaló.

El pequeño municipio de Izalco de 175 kilómetros cuadrados históricamente se dividió entre los de arriba y los de abajo. Los primeros son, en su mayoría ladinos o mestizos pudientes y los de abajo por indígenas empobrecidos por el despojo.

“Mientras la gente de dinero celebraba la victoria de Miguel Cal, los abuelos llegaron a reclamar armados de palos y machetes. Fueron recibidos con bala. Durante ese enfrentamiento asesinaron a Cal. El 24 de enero el presidente Maximiliano Hernández Martínez les ordenó a todas las tropas de El Salvador, concentrarse en Izalco para matar a medio mundo, sin preguntarles nada”, recordó Juliana.

Juliana es sobrina nieta de Feliciano Ama, el líder del levantamiento.
Foto: Paula Rosales.

Un castigo expansivo

La violencia estatal también se vivió en los municipios de Nahuizalco y Juayua ubicados en el departamento de Sonsonate, así como algunos lugares de la capital San Salvador.

El 28 de enero capturaron a Feliciano Ama, y luego fue ahorcado en la plaza central de Izalco como escarmiento para los rebeldes.

La palabra comunismo se convirtió en la tortura para los indígenas. Representaba dolor y muerte para ellos.

“Hubo mucho terror, miedo, incertidumbre al tener esos actos de persecución por parte de la policía cívica Utilizaron una carreta para que anduviera por todo el pueblo recogiendo los cuerpos y los traían al Llanito. En esa época prohibieron la carne de cerdo porque los animales se comieron a muchas de las víctimas abandonadas en el predio”, expresó Juliana.

La devastación

El Llanito es un predio donde estuvo la iglesia la Asunción destruida en un terremoto de 1773. En esas ruinas se cavaron zanjas para enterrar los cuerpos de la masacre.

“Fueron miles de abuelos los que murieron, la población quedó escasa de hombres. Mi papá contaba que a los niños de diez años les ponían vestidos y les amarraban la cabeza con un pañuelo para que parecieran niñas y la tropa no los matara”, dijo Juliana.

De acuerdo al libro El Salvador, 1932 de Thomas R. Anderson, en 1932 la población indígena en el departamento de Sonsonate era del 34.6 por ciento. En contraste con el 0.44 por ciento del último censo de población, realizado por la Dirección General de Estadísticas y Censos en 2007.

“Hablar de 1932 es doloroso y bastante conmovedor. En el Llanito encontrábamos dientes, fragmentos de las mandíbulas, eran parte de los abuelos asesinados”, recordó Juliana.

La pérdida de la identidad indígena

“Por favor silencio porque está pisando suelo sagrado, los de ayer amordazaron mi voz, mi idioma nativo, mi ropaje, me quemaron mi cotón, eliminaron mi apellido y hasta el danzarle a los cuatro vientos”, reza el monumento en el Llanito, donde yacen miles de indígenas asesinados por el Estado.

Después de los sangrientos hechos, las mujeres indígenas fueron obligadas por las fuerzas de represión del Estado a dejar de utilizar sus ropas tradicionales y no hablar su idioma. Tuvieron que sobrevivir bajo el estigma de ser rebeldes comunistas.

“Yo fui testigo de toda la discriminación que sufrió mi mamá. A todas las indígenas que se vestían con refajo les decían ‘Marías’. Cuando mi mamá iba a vender al mercado los ladinos la trataban con desprecio, por eso yo decidí luchar por la memoria”, expresó Juliana.

Reconoce que a sus hermanos no les gusta hablar del pasado, ya que el desprecio hacia los indígenas permeó en mucha gente que dejó de reconocerse como originario.

Los pueblos indígenas no se reconocieron constitucionalmente hasta 2014, por impulso del Consejo Coordinador Nacional Indígena Salvadoreño (CCNIS). Durante la polémica votación en el Congreso, hubo una ardua negociación de los votos para lograr su ratificación. Desde ese año aún no hay avances tangibles en sus derechos.

Juliana recibió amenazas en 2001 cuando comenzó a organizar la conmemoración de la masacre.

Náhuat: el idioma que no murió con la masacre

De profesión, docente, Juliana se formó en la primaria en una escuela indígena de Izalco. Tiene una maestría en interculturalidad y ha presentado en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) el primer plan en el mundo para promover políticas de pueblos indígenas.

Los primeros años de enseñanza tuvo que sustituir a maestros que fueron asesinados durante el conflicto armado (1980 – 1992) en una escuela del municipio de Chiltiupán, departamento de La Libertad, 41 kilómetros al suroeste de San Salvador.

“Cuando llegamos a la escuela las paredes estaban llenas de sangre, donde los maestros habían muerto”, señaló Juliana.

Promovió la enseñanza intercultural en el sistema de enseñanza público. Se jubiló hace diez años y desde entonces dedica su tiempo a transmitir el idioma náhuat a niñas y niños entre tres y cinco años en el occidente del país.

Comenzó una escuela de “Náhuat sin paredes” en el Llanito, pegaba los carteles de enseñanza en los troncos de los en los árboles de amate del lugar, su iniciativa llamó la atención de la academia y juntos fundaron las “Cunas Náhuat” o “Xutxikisa Nawat”, que en castellano significa “florece el náhuat”.

Una escuela que hizo escuela

Desde que inició se han creado tres cunas en los municipios de Santo Domingo de Guzmán, Santa Catarina Masahuat y Nahuizalco.

Es la primera escuela de este tipo en Mesoamérica. Juliana junto a 8 mujeres pipiles nahuaparlantes o nantzin imparten las clases diariamente. Hasta la fecha más unos 300 niños y niñas de las comunidades se han beneficiado con el programa.

“El idioma es un legado que tenemos que dejar a las nuevas generaciones y un testimonio del presente. Toda la historia es una memoria que no debemos de olvidar, me voy a morir y me voy a ir satisfecha”, dijo Juliana.

El idioma náhuat se encuentra en un estado de amenaza crítica ya que el número de hablantes es muy pequeño y de edad avanzada. De acuerdo al atlas de lenguas indígenas de la UNESCO, se estima que hay unas 200 personas nahuablantes, es la última generación de hablantes en el país.

“Todavía no me siento rendida ni vencida. No creo que me dé por vencida hasta no ver una generación en que el idioma se hable fluidamente en niños y jóvenes porque son el futuro de nuestro país”, acotó Juliana.

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