Las leyes del deseo: imagen digital y cuerpo marica

¿Por qué sobre ese sujeto político que es el cuerpo marica todavía operan unas presiones de normatividad irreales? Por Enrique Aparicio.

«Los hombres homosexuales tenemos más medios que nunca para encontrar y entablar comunicación con otros hombres homosexuales; tenemos, también, más oportunidades que nunca para rechazarnos entre nosotros».

Por Enrique Aparicio/Ilustración: Vane Julian/Pikara Magazine*

Hace unos meses, el popular actor Miguel Herrán subió una foto sin camiseta a Instagram, mostrando su torso musculado, con esta frase: “Creo que por primera vez en mi vida me he mirado al espejo y me he aceptado”. Con 14 millones de seguidores, fama mundial y portadas alabando su imponente físico, cuesta creer que uno de los cuerpos masculinos más reclamados por el público no se considere a sí mismo en lo más alto de la cadena del deseo.

La autopercepción engañosa y la validación a través del físico –presentado hoy a través de pantallas digitales– que quizás, tras el ejemplo de Herrán, ha llegado ya a los hombres heterosexuales, es uno de los problemas que han atravesado a la comunidad gay desde su génesis. Si al pensar en una “discoteca gay” nos sigue viniendo en la cabeza algo parecido a los carteles promocionales del festival Circuit, significa que sobre ese sujeto político que es el cuerpo marica todavía operan unas presiones de normatividad irreales. Porque no, cuando uno sale del armario no le crecen automáticamente los abdominales.

Lo único que nos une a los hombres homosexuales es que nos sentimos atraídos sexoafectivamente por nuestro género. Aunque la experiencia de habitar un mundo heterocentrista nos conecta y provoca que generemos y habitemos espacios comunes, su deseo hacia otros hombres es lo único que sabemos de nuestros iguales. Por eso, consciente o inconscientemente, hemos emparejado ser un individuo deseable con la aceptación en nuestra comunidad. Gustar lo máximo posible al mayor número de hombres posible es la mejor baza para asegurarnos encajar en los espacios maricas, frecuentemente asociados al ligue y a la seducción –acciones altamente peligrosas en espacios no seguros–; por lo que no se trata solo de gustar, sino de atraer sexualmente de un primer vistazo, para sobresalir entre la competencia. Antes en los clubes, y ahora en las pantallas.

Si uno se traslada a una cierta experiencia marica común –pero no única– de hace un par de décadas, no es complicado empatizar con los hombres que, armarizados en su vida familiar y laboral y solo rodeados de otros gays en los primigenios bares de ambiente y lugares de cruising, asociaron la sociabilidad entre maricones al circuito del deseo: tanto gustas, tanto vales entre tus iguales. Y para asegurarse esa validación, la mejor estrategia es la de acercarse el máximo al cuerpo ideal, al cuerpo normativo. A ese cuerpo que todos llevamos en la cabeza pero casi nadie bajo la piel.

Aunque esta consecuencia lógica de la condición marica es la razón por la que ciertas estéticas, fetiches o categorizaciones han acabado por generar subculturas dentro de la propia comunidad (los osos o bears son quizás el mejor ejemplo de cómo un gusto erótico ha derivado en espacios diferenciados de socialización, que marcan sus propias reglas en cuanto a los cuerpos que los integran), todos los maricones creemos saber que un cuerpo normativo –es decir, musculoso– es un seguro de validación. Y si hasta hace unos años esa presión se concentraba en el tiempo del esparcimiento, la necesidad de seducir a los demás ha devorado toda nuestra rutina a través de las redes sociales y las apps de ligue. El momento y el lugar para gustar y es ahora, entre tapsstories, absolutamente cualquier momento y cualquier lugar.

Músculos, likes

Me cuelo en el texto para recordar una anécdota personal. Una vez, en la fiesta de cumpleaños de un amigo, su compañero de piso –que había estado bebiendo una copa y departiendo con nosotros– se fue a su habitación poco antes de que marcháramos a una discoteca. Cuando ya nos íbamos, él se excusó y prefirió quedarse en casa. Después supe que el muchacho –que era guapo y con físico de gimnasio– había estado haciendo flexiones y sentadillas mientras nosotros apurábamos los gintonics en el salón. Y que, descontento con el resultado, renunció a venir de fiesta porque no se veía lo suficientemente hinchado para encarar una visita a una discoteca gay.

El gesto es quizás extremo pero no exento de lógica –y está bien recordar que la virgorexia o complejo de Adonis es un trastorno psicológico real y que los gays somos tres veces más propensosque los heterosexuales a padecerlo–, porque entre la mirada de este chico y su propio cuerpo se transparentan los cientos de cuerpos a los que cada día se ve, nos vemos, expuestos. Ir al gimnasio –o a versiones casi marciales tipo crossfit– está tan institucionalizado en la comunidad marica que casi funciona a manera de rito colectivo.

Las imágenes compartidas en redes sociales con la camiseta empapada de sudor, o con una mancuerna empuñada en la mano que no sujeta el teléfono, funcionan como la eucaristía de la validación gay. Son la prueba de que se está haciendo lo que se tiene que hacer. De poco sirve en Instagram una forma física envidiable sin unos pectorales marcados o unos muslos torneados a simple vista, en ese milisegundo en que nuestros seguidores deben detenerse ante nuestro cuerpo, en mitad de un scroll infinito inundado por otros cientos de cuerpos maricas.

En las redes, los chicos con cuerpos más voluminosos y definidos se convierten en estrellas, en los líderes de la manada. Las imágenes de estos chicos, que siguen planes de entrenamiento y dietas dignas de deportistas de élite –y que de manera nada infrecuente tiran también de Photoshop– pasan a ser indistinguibles de las de los modelos de las revistas o de los protagonistas de las películas de superhéroes. Pero ellos no son actores ni artistas: por sus cuentas sabemos que son enfermeros, oficinistas o camareros. El cuerpo ideal, en perversa conclusión, está al alcance de cualquiera. Es nuestra responsabilidad conseguirlo y solo nuestra es la culpa si fracasamos.

Y para terminar de apuntalar esta presión, los maricas nos hemos encargado de alimentar obscenamente cuentas y creadores de contenido que se encargan de discriminar los mejores cuerpos de entre los que se exponen cada día en redes. Perfiles popularísimos en la comunidad como @hoscos –que se define como “una ventana a imágenes creativas”– seleccionan fotografías de usuarios de Instagram para configurar una especie de panteón con los más divinos de esos cuerpos, donde la diversidad de formas (y a menudo también la racial y la de expresión de género) no tiene cabida. Aparecer en esta cuenta o en alguna similar significa ascender al olimpo marica, obtener la bendición de esos dioses que nos miran desde las tarimas de la WE Party.

Cuerpo y capital

Si ese modelo ideal de físico había sido durante décadas una formulación más bien abstracta, con la llegada de Grindr se midieron y pesaron las proporciones de la norma. La lógica interna de esta app para ligar –y de todas las similares– reducen a los usuarios a perfiles digitales cuyas métricas permiten a los demás aprobarlos o rechazarlos. Las cifras de altura, peso y metros de distancia constituyen un primer filtrado que el propio uso de las apps ha extendido a otras medidas estandarizadas, como el tamaño del pene (para el que se usa el tallaje de la ropa, por lo que irónicamente tener una XXL es algo positivo) y características más inasibles pero igualmente determinantes. Como en un código binario del deseo, en estas aplicaciones existen solo el 0 y el 1 para casi todo. Se es masculino o no se es, se es discreto (¿?) o no se es, se tiene pluma o no se tiene (como si la pluma fuera única y permanente). En definitiva, se es normativo (y por lo tanto, válido) o no se es.

En un endiablado ejercicio neoliberal, nuestros cuerpos –nuestros cuerpos maricas, bregados en urinarios y en campos de concentración, debajo y en los márgenes del sistema– se han convertido en nuestro capital. Con la fagocitación de nuestros cuerpos (o lo que es más retorcido, de su imagen) en dispositivos que se nos han vendido como tecnologías de aproximación –quizás Grindr sí funcionó para eso durante sus primeros cinco primeros minutos de existencia–, la lógica del capitalismo ha envenenado el espacio íntimo de nuestras relaciones carnales.

Los hombres homosexuales tenemos más medios que nunca para encontrar y entablar comunicación con otros hombres homosexuales; tenemos, también, más oportunidades que nunca para rechazarnos entre nosotros. Si alguien con el cuerpo de Miguel Herrán tiene problemas de autoaceptación, la ecuación se complica cuando no solo sientes la presión de tener un cuerpo ideal, sino de tener un cuerpo ideal que atraiga a otros cuerpos ideales con los que, al compartir género, resulta inevitable compararte. E incluso en su ‘idealidad’, no hay dos cuerpos iguales: los otros chicos siempre son más altos, más peludos o mejor proporcionados; tienen más hombro o más cuádriceps; mayor trapecio o una curva praxiteliana más marcada. Son siempre mejores que el tuyo de alguna manera. La maquinaria imagen-cuerpo-deseo-validez no se detiene.

O quizás sí puede detenerse, por unos instantes, en esos espacios alternativos que los gays también hemos construido desde el principio, donde solo la oscuridad suspende la cadena de producción de nuestros cuerpos maricas. Esos cuartos donde nuestros cuerpos disuelven sus formas y tamaños para redescubrirse como superficies calientes y sensibles, opuestas en todo al cristal oscuro de la pantalla de nuestros smartphones.

*Este artículo fue publicado originalmente en Pikara. Para saber más sobre nuestra alianza con este medio, clic acá.

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