Un libro sobre crímenes de odio a personas LGBTI en América Latina
La organización internacional ILGALAC publicó Crímenes de odio contra personas LGBTI de América Latina y el Caribe, un libro de Martín de Grazia que recorre el concepto de «crimen de odio» y los contextos y problemáticas regionales que abonan a esta violencia por prejuicios basadas en la orientación sexual, la identidad o expresión de género…
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La organización internacional ILGALAC publicó Crímenes de odio contra personas LGBTI de América Latina y el Caribe, un libro de Martín de Grazia que recorre el concepto de «crimen de odio» y los contextos y problemáticas regionales que abonan a esta violencia por prejuicios basadas en la orientación sexual, la identidad o expresión de género y las características sexuales.
El libro puede descargarse aquí y ahonda en las definiciones de heterosexismo, heteronormatividad y LGBTIfobia, así como desarrolla los conceptos de «discurso de odio» y el uso de la expresión «crimen pasional» que sigue abundando en la prensa para hablar de los crímenes contra el colectivo LGBTI. Los transfemicidios y travesticidios, así como la violencia lesbicida, conforman capítulos aparte.
A continuación reproducimos el prefacio de E. Raúl Zaffaroni, juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.
En estas páginas desfila el horror, pero quizá por sobre el que puede producir cada uno de los crímenes que se mencionan, queda el resabio de un horror específico: los autores de estos crímenes pertenecen a la misma especie que nosotros y no es cuestión de anestesiar este horror con el consabido recurso de la patologización.
En general, el crimen de odio se caracteriza porque no es tan importante la identidad de la víctima, como su pertenencia a un colectivo de personas discriminadas y odiadas. De allí que, cuando se cuestionó jurídicamente la agravación penal de estos crímenes, argumentando que se trataba de penar motivaciones, con razón se haya respondido que no es exacto, porque objetivamente tiene lugar una doble lesión de bienes jurídicos y una consiguiente pluralidad de sujetos pasivos: la vida o integridad física de la víctima y el amedrentamiento de todas las personas que comparten su situación, tema que nos ha ocupado hace tiempo.
Todo crimen de odio responde a prejuicios discriminatorios y es igualmente despreciable. La cantidad de personas que parecen incapaces de imaginar y colocarse en el lugar del otro es en definitiva lo que nos produce el horror específico. ¿Esa incapacidad es inherente a la condición humana o es solo una neurosis cultural superable? Apostamos a lo segundo, porque de ser verdad lo primero, estamos condenados a desaparecer en un mundo en que un 1 % de la especie reúne la riqueza equivalente a lo que requiere el 60 % más pobre para sobrevivir o morirse con paciencia y donde, además, para seguir acumulando riqueza se destruyen aceleradamente las condiciones de vida humana sobre el planeta.
Pero la discriminación que da lugar al odio de estas aberraciones tiene también particularidades que la diferencian de otras. En general, las discriminaciones grupales se sufren desde el nacimiento y sus víctimas lo saben desde su infancia, sus grupos de crianza los apoyan y su socialización tiene lugar con clara conciencia de su victimización. Con las sexualidades diferentes, por regla general, esto no sucede: afloran en la pubertad, cuando la víctima ha introyectado la estigmatización de su condición, incluso por parte de su grupo de crianza y de su entorno social. De allí que sean mucho más conflictivas en cuanto al daño psicológico.
Por otra parte, es bueno no referirse ya a minorías, pues desde los viejos informes Kinsey se sabe que no lo son tanto. Por ende, esta discriminación afecta el nivel de salud mental de toda la población, aunque la mayoría responda a patrones heteronormativos. La represión y la estigmatización de la sexualidad en las condiciones antes dichas, con seria afectación psicológica de las víctimas, neurotiza a un alto número de personas y, por cierto, la sociedad que por un prejuicio discriminatorio produce ese resultado, no está mostrando un nivel de salud mental muy bueno, sino todo lo contrario.
En segundo lugar, en este texto se reconocen los esfuerzos estatales, en particular legislativos, para superar estos prejuicios. Se recuerda en la Argentina tanto la legislación sobre matrimonio igualitario e identidad de género, como también la famosa derogación de los edictos por obra de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires y el posterior código y justicia contravencionales, materia esta última que me costó en su momento la estigmatización de mis propios aliados políticos, ante el embate de los medios dominantes y los sectores corruptos de la seguridad. Pueden mencionarse otros avances legislativos similares en otros países de nuestra región.
Pero se pregunta seguidamente cuál es la razón por la cual, pese a todo eso, esto no se refleja claramente en una disminución de la violencia basada en el prejuicio hacia las orientaciones sexuales y las identidades de género. Son buenas las respuestas dadas en el texto, pero, me permito agregar alguna reflexión que creo útil para llevar esta lucha adelante.
Creo firmemente que debemos tener en cuenta que la lucha contra cualquier discriminación es fundamentalmente cultural, porque esa es la naturaleza de las discriminaciones. Las leyes son importantes, pero por sí mismas no limpian las cabezas de los prejuicios que internalizó la cultura. Los cambios culturales demoran mucho más tiempo y, en este caso, se trata de un cambio muy profundamente enraizado en la cultura y condicionado por fortísimas relaciones de poder. Es menester tener en cuenta estas relaciones para dimensionar adecuadamente la tarea que se enfrenta.
Toda sociedad que se verticaliza mediante el ejercicio del poder punitivo, cuando el príncipe dice la víctima soy yo, asume la forma de un ejército y, una vez verticalizada se dedica a colonizar a quienes puede. Esto sucedió primero en Roma y luego en Europa, cuando a partir del siglo XVI comenzó a colonizar a casi todo el planeta.
Todo ejército tiene unidades menores a cargo de cabos y sargentos y, el jefe de unidad menor de la sociedad colonizadora es el pater familiae. La colonización y el patriarcado son inseparables. La misoginia de los demonólogos quemando brujas fue parte de la preparación del colonialismo europeo. La heteronormatividad, con la mujer sometida como un ser humano inferior –un hombre mal terminado, al que le faltaba algo y menos inteligente-, capaz de pactar con Satán, perdura hasta el presente, la Edad Media no ha terminado. Y las sexualidades diferentes son traiciones al ejército social colonizador. El criminal por odio duda de su propia identidad fabricada por el poder colonizador y con su crimen quiere confirmarla: destruir al traidor/a para matar al traidor potencial que lleva dentro.
Estamos en lucha contra una cultura que comenzó con las codificaciones de la sexualidad alrededor del siglo XI, o sea, hace mil años. Estamos haciendo tambalear los prejuicios discriminatorios que alimentaron la cultura de señores de dominus- que produjo los genocidios colonialistas en América, África, China e India.
Tomar consciencia de la magnitud de la empresa no debe ser desmoralizante, sino todo lo contrario. La dignidad del esfuerzo se fortalece con el pleno reconocimiento de su trascendencia de mucha mayor amplitud en la perspectiva de los Derechos Humanos. En definitiva, se trata de la lucha por la igualdad que, en este momento de poder planetario, lo es por la supervivencia misma de nuestra especie.
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