La vida después de ese mail: así salí del clóset
Ser gay, crecer siendo gay, en los años noventa y en un pueblo es complicado. No hay autoestima ni optimismo que pueda contra la variedad de señales que en simultáneo te indican que apartarse de la norma será gravemente castigado.
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Por Santiago Galar
“Con 24 años lo digo, sabiendo que no hay vuelta atrás: me gustan los tipos y todo lo que eso implica, ni más ni menos puto que cualquier otro puto. Puto y punto”. Lo escribí en un mail y lo mandé a mis amigos y amigas más cercanos. Agarré una mochila, puse algo de ropa y me fui unos días a Azul, donde podía estar tranquilo porque nadie había recibido ese correo. Me temblaban las manos. Me latía fuerte el corazón. El colectivo no había salido aún de la terminal de La Plata cuando me empezaron a llegar los primeros SMS llenos de “todo va a estar bien”. Este mes se cumplieron diez años de aquel mail.
Ese verano, como buen estudiante de sociología, me había ido de mochilero a Machu Pichu. Al regresar, junto con la nota final de la tesis, recibí la noticia de que había ganado una beca. El drama de la incertidumbre se alejaba. El futuro era prometedor. La vida me sonreía. O al menos eso parecía. Repentinamente se instaló en mi cabeza un dolor profundo, insoportable. La puntada estaba ahí todo el tiempo, hiciera lo que hiciera. Con el paso de las semanas, con los resultados de los estudios clínicos en mi mano, me fui dando cuenta que ese dolor no era más que mi cuerpo diciendo que se habían terminado las excusas, que tenía que enfrentar eso que venía esquivando con tanta efectividad desde hacía tanto tiempo.
«Las personas salen del clóset cuando pueden»
Ser gay, crecer siendo gay, en los años noventa y en un pueblo es complicado. No hay autoestima ni optimismo que pueda contra la variedad de señales que en simultáneo te indican que apartarse de la norma será gravemente castigado. Para peor, militaba en el catolicismo. Porque en los noventa si la injusticia te interpelaba y vivías en un pueblo el único espacio para activar era el rancio catolicismo. Después llegó la carrera de sociología, llegó la universidad, llegó cuestionarse todo y querer cambiar todo. Ya no eran los noventa, ya no habitaba un pueblo conservador, pero seguía inmóvil, disimulando. Ahí radicaba la mayor de mis furias. Por qué en un ambiente abierto, rodeado de gente que sí, cuando creía que todo era posible, por qué seguía siendo tan difícil el camino del reconocimiento y la aceptación. Con el tiempo entendí dos cosas muy simples que aminoraron esa furia. Primero, que me costó salir del clóset porque salir del closet es difícil. Segundo, que las personas salen del clóset cuando pueden y como pueden.
Después de aquel mail muchas cosas cambiaron. Con el tiempo la relajación se me empezó a notar en la cara y en el cuerpo. Tuve el placer de dejar de enfrentar el mismo drama en loop para empezar a enfrentar dramas nuevos. Y pasaron diez años de dramas nuevos. Sobre ese número redondo pensaba al regresar este verano de las vacaciones cuando caí en cuenta que era poco lo que retuve de los intensos días posteriores al mail. Ni siquiera en terapia pude reconstruirlos. Esos días eran una caja negra en mi cabeza, esa que hace una década supo alojar esa puntada insoportable. Por eso me propuse conversar con mis amigos y amigas para que me ayuden a hacer memoria, para que me cuenten qué pasó después de hacer click en “enviar”.
«Prefería sentir por más que doliera»
Los fragmentos empezaron emerger sin esfuerzos. Me contaron sobre entretelones del recibimiento del correo. Flor me dijo que lloraba, y que leyó el mail con su papá, que estaba de visita en La Plata. Miriam me contó que sentía una fuerte necesidad de abrazarme fuerte. También reconstruyeron momentos de los cuales yo había participado. Caro, por ejemplo, se acordó que fue a Azul y me visitó para asegurarse que estuviera bien. Me dijo que no fuimos explícitos porque mi mamá, siempre intensa, no abandonó nunca la ronda del mate. Pero mi mirada calma fue suficiente para que se fuera tranquila.
Y empecé a recordar. Recordé cuando Carlos, interesado en valorizar mis deseos, me preguntaba si tal o cual pibe me gustaba. Cuando Fede, menos deconstruido pero muy esforzado, me aseguró que si un chabón me hacía sufrir lo iba a cagar a trompadas. Me acordé cuando tomé el primer ansiolítico que me recetaron para bajar la angustia, de la cara de pena con la que me miró Sabri mientras intentaba medio dopado intervenir en un seminario y de cómo abandoné las pastis porque me hacían sentir estúpido. Prefería sentir por más que doliera a andar por la vida anestesiado. Las piezas empezaron a encajar.
Hace unos días en Azul, durante una cena, papá me dijo que le afligía no haber actuado de forma tal de evitarme tanto sufrimiento. Sonaba a disculpa. Le dije que, efectivamente, por mí ya no podía hacer nada. Pero también le advertí que por su nieto podía hacer mucho. Que su responsabilidad, nuestra responsabilidad, era hacer lo necesario para que vivamos en un mundo menos horrible, donde él y su generación puedan ser y desear con mucha más libertad. Donde salir del clóset sea una experiencia cada vez menos traumática y difícil. Hasta que directamente deje de ser una experiencia para que el clóset no exista más.
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