La historia de Farah, madre de las travestis cubanas: #PremioGabo al mejor texto
Por este trabajo titulado Historia de un paria, Jorge Carrasco recibió el Premio Gabriel García Márquez de Periodismo en la categoría texto.

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Por este trabajo titulado Historia de un paria, Jorge Carrasco recibió el Premio Gabriel García Márquez de Periodismo en la categoría texto. Su editor Carlos Manuel Alvarez Rodríguez lo recibió en el Festival Gabo en Medellín, donde se dieron a conocer los ganadores a las mejores producciones de Iberoamérica en texto, imagen, cobertura e innovación.
La historia de Farah se publicó en El Estornudo, una revista independiente de periodismo narrativo, «hecha desde dentro de Cuba, desde fuera de Cuba y, de paso, sobre Cuba»
Por Jorge Carrasco Fotos: J.C, Almudena Toral y álbum de Farah Revista El Estornudo Como a Farah le gustan los tipos malos, a nadie sorprenderá saber que sus dos maridos salieron de la prisión del Combinado del Este el mismo día. Bajo el indulto que el gobierno cubano concedió a más de tres mil quinientos presos por la visita del Papa Francisco a Cuba, en septiembre de 2015, quedaron absueltos Amed Negro Trujillo y Andrés Bravo Cardenal. Unas horas después de que sus maridos –como la mayoría de las travestis cubanas suele llamar a sus parejas en un gesto emancipador– fueran absueltos, Andrés se apareció en la ciudadela de San Leopoldo donde Farah vive. Farah la incontinente, Farah la adicta sexual. Farah, que es cualquier cosa menos una mujer de romanticismos y tiernas fidelidades, yacía embelesada en los brazos de Minguito, uno de sus amantes de paso. Andrés echó la puerta abajo. Le cayó a golpes a ella y le cayó a golpes a Minguito. –Los dos se enredaron por mí, y yo corrí para la unidad de policía gritando “Auxilio” y “Socorro”. La gente del barrio me gritaba “¡Farah! ¡Dura!, ¡Quédate con los dos: un ratico uno y un ratico el otro!”.***
Mucho antes de tener sesenta pelucas, de convertirse en carne de presidio, de que le hundieran un cuchillo en la ingle al hombre que más feliz la hizo, mucho antes de ser llamada Lulú y de ser llamada Farah María, Raúl Pulido Peñalver nació en San Antonio de los Baños –un municipio de la actual provincia Artemisa– el 24 de agosto de 1965. Su madre, una hermosa mulata llamada Ana Julia Peñalver, murió de leucemia cuando Raúl tenía seis años. Él y su hermano Efrén, de nueve, quedaron entonces bajo la custodia de Rubén Pulido, el padre de ambos. Un hombre demasiado recto pero de moral flexible que, esposa en lecho de muerte, ya llevaba el matrimonio en paralelo con una aventura amorosa en La Habana. Al morir la madre de Raúl ya no había impedimentos para que Rubén Pulido se mudara a la capital con su amante Haydée. Se llevó a Raúl consigo. A Efrén lo terminarían de criar los abuelos maternos en San Antonio. En la nueva casa –apartamento ubicado en el quinto piso de un edificio en la Calle San Nicolás, Habana Vieja- Raúl creció como un outsider. Haydée, su madrastra, tuvo tres hijos con Rubén Pulido: Isabel, Iván y Alexis, todos contemporáneos con Raúl, cuya existencia le recordaba constantemente a Haydée el amargo tiempo en que fue la segunda del hombre que le gustaba. –A veces yo sacaba fotos de mi mamá para recordarla y esa mujer entraba en crisis. En segundo grado, a Raúl Pulido lo becan en una escuela primaria de educación diferenciada para menores con trastornos del comportamiento, donde abundaban los casos sociales, en su mayoría niños huérfanos de padre y madre. La escuela quedaba en las afueras de la ciudad, cerca del Parque Lenin, lo suficientemente remota como para que Haydée y su familia se mantuvieran impermeables a los problemas del inquieto niño. El pase era los fines de semana. Su padre no iba a recogerlo la mayoría de las veces, y con frecuencia alguna maestra se apiadaba del caso y cargaba con Raúl para su casa. Las otras veces se escapaba a las arboledas con los muchachos a los que tampoco iban a recoger, y pasaba el fin de semana mataperreando en los campos de la periferia. Aunque sus calificaciones eran estupendas, los maestros hacían hincapié en ciertos gestos, ciertas inflexiones de la voz, ciertas marcas preocupantes en un niño varón. En una escuela donde cada alumno era especial, Raúl Pulido era ya el centro de gravitación de su pequeño mundo. La escuela, se podría decir, orbitaba a su alrededor, y en el medio estaba él, siete, ocho, nueve, diez, once años, un niño que bailaba femenilmente, que convocaba, que gesticulaba todo lo que no se supone que debía gesticular un hombrecito. –Las maestras me regañaban y yo les decía: “No me digan más que no gesticule. Yo tengo nueve años, pero ya soy homosexual. Y voy a ser homosexual hasta el último día de mi vida”. Los fines de semana en que traían a Raúl de pase, Haydée, especie de encargada del edificio, recibía quejas constantes de los vecinos, que ponían a secar sus sábanas y sus toallas en la azotea. Sábanas y toallas blancas. Sábanas y toallas limpias que el travieso Raúl Pulido descolgaba de las tendederas para ponerse de vestidos, para inventarse pelucas y desfilar provocativamente en la misma azotea, asomándose a la calle para soplar besos y saludar a su público imaginario, un grupo de vecinos que abajo, escandalizados y rojos de furia, veían ondear al aire sus pertenencias. Raúl Pulido terminó la primaria entre las manchas del expediente –donde sabias maestras escribían párrafos altruistas y admonitorios que habrían de leer futuras maestras sobre la torcida conducta del niño descarriado– y las palizas del padre que cada vez resistía menos la rebeldía del hijo que comenzaba a manchar la imagen de su familia. –Mi papá me daba tantos golpes por esas travesuras que un día me subí a la azotea del edificio y por poco me tiro. Vino la policía y vino todo el mundo, y yo gritando que me iba a tirar. Mi hermano Iván fue el que logró bajarme de ahí. A los doce años, cuando Raúl Pulido empezó la secundaria en una Escuela Taller de la calle Manrique, en la Habana Vieja, su situación en la casa se había hecho intolerable para Rubén y Haydée. Además de sus travesuras en el edificio, Raúl comenzó a bailar en la calle al ritmo de las canciones de moda, a hacerles mandados a los vecinos y a limpiar casas para ganar su propio dinero. Dormía fuera con regularidad, comenzó a juntarse con otros homosexuales y –lo más grave– cierto día apareció en la secundaria con uniforme de hembra. Una amiga del aula le prestó una saya y una blusa. Raúl se dividió el pelo en dos atrevidas motonetas y así se presentó en pleno matutino. –Imagínate, yo en la fila de las niñas y todo. Se formó tremendo chisme y tremendo escándalo. Me llevaron para la dirección y mandaron a buscar a mi papá. No solo la niñez, sino también la adolescencia, transcurrieron fuera del hogar, de una escuela de conducta en otra. Como la insubordinación nunca ha sido premiada con aplausos, a partir de los doce años Raúl no durmió nunca más dentro de la casa. El cuartico de desahogo fue el castigo más drástico. Más drástico que los azotes con la chancleta y con el cinturón, porque esos golpes dolían, pero duraban poco. En el pasillo, al lado del apartamento donde seguía viviendo la familia, a Raúl Pulido, cachorro descarriado, lo encerraban en las noches bajo llave. Adentro había un canapé, un lavamanos, una taza y una ducha que usaba para bañarse. Comenzó a padecer crisis de asma por la humedad del lugar y algún que otro vecino preocupado le aconsejaba a Rubén y Haydée que sacaran al niño de ahí.

Isabel Pulido, hermana de Farah / Foto: Jorge Carrasco
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Jorge “La Reglana” era un señor negro y gordo con un ojo de vidrio y una espantosa reputación. Homosexual. Santero. Hijo de Yemayá. Adicto a drogarse con medicamentos como el dexactedron y el parkisonil, Jorge “La Reglana” se le cruzó en el camino a Raúl Pulido en un momento drástico. Le secó las lágrimas y lo demás sucedió rápido: Jorge, que no tenía hijos y vivía solo en la calle Lagunas, apenas a seis cuadras de los Pulido, accedió a tomar la custodia de Raúl si su padre lo permitía. El padre dijo que sí, que por supuesto. Le dio de baja en la libreta de abastecimientos y se sintió aliviado. Haydée moriría un par de años después. Jorge fue agua en el desierto. Le dio a Raúl un techo. Le quiso cambiar, aunque sin éxito, los apellidos. Lo llamaba “hijo” así como Raúl lo llamaba “padre”. Pero Jorge no trabajaba, vivía del negocio, de la venta de pastillas alucinógenas a las almas desesperadas de Centro Habana, y Raúl tuvo que comenzar a bailar en las calles, a limpiar casas nuevamente, a hacer los recados a los vecinos del nuevo barrio. –¿Jorge era bueno contigo? –Regular. –¿Por qué? –Porque era un homosexual muy fuerte. –¿Te golpeaba? –Una sola vez me dio un manotazo, porque le falté el respeto. Yo era muy bocón. No me daba golpes, pero era un señor muy fuerte, y no le gustaba que yo hiciera cosas malas. Fue bueno y fue malo. A veces me botaba de la casa y yo tenía que irme por ahí. Después me recogía de nuevo. Teresa, una vecina que vive hace más de diez años en los altos de la casa de “La Reglana”, el nuevo hogar de Raúl, recuerda: –Jorge no se movía de la silla y, sin embargo, no le faltaban ni la comida ni los cigarros. Cuando el muchacho no traía el dinero o las cosas para la casa, lo maltrataba bastante. Lo usó, como lo usan muchos todavía. Pero fue quien lo crió, quien lo acogió cuando en su casa lo despreciaron. Por ese tiempo, finales de los setenta, Raúl Pulido salió de la casa por primera vez completamente vestido de mujer. –Salí a tomar las calles en un vestido de quinceañera que me habían prestado. La gente escandalizada. Tú sabes cómo era la gente en esos años. Después de tal paso no había ya razón para que Raúl siguiera llamándose como tal. Pensó que era mejor olvidarse de su propio nombre, tapiar también esa parte de la oscura fosa que era su corto pasado, y empezar de nuevo. Cuando las calles de Centro Habana comenzaron a quedarle chicas, la gente empezó a llamarlo Farah María, a la sazón una cantante cubana que se hizo popular por su zalamera estrofa “Yo no me baño en el malecón, porque en el agua hay un tiburón”. La interpretación de esa cancioncilla hizo a Raúl ganar algunos pesos en las calles de la Habana, y cierto día pensó que de Raúl había que zafarse. Que Farah, en cambio, era un nombre divino.***
Farah, en un pérfido soplo. En un voluptuoso roce de los dientes de arriba con el labio de abajo. F-A-R-A-H –con su sofisticada H al final– era el nombre mismo del éxito. Nada malo podría pasarle a alguien llamado Farah.***


Foto: Almudena Toral
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A mediados de los 2000 su record delictivo estaba limpio. Hasta donde era posible, Farah era feliz. Llevaba casi diez años sin caer presa. La policía ya no se preocupaba por ella como antes. Eusebio Leal, Historiador de La Habana y especie de indulgente guardián del centro histórico de la ciudad, emitió alrededor de 2005 un documento por el que se prohíbe a las autoridades la detención de Farah por bailar públicamente y ostentar su homosexualidad en el centro turístico de la ciudad. Eusebio Leal la convirtió en intocable. En el documento la llama “personaje costumbrista”. Farah había transitado, a base de constante gravamen, de paria social a personaje pintoresco con salvoconducto legal.

Foto: Almudena Toral
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El 29 de diciembre de 2008, mientras oscurecía y Farah buscaba los pesos en las calles de La Habana, Santiago cocinaba una olla de frijoles negros. Sandro, la pareja que Jorge tenía en aquel momento, metió un cucharón en la olla y a Santiago no le gustó. Santiago y Sandro se fueron a las manos y en fracciones de segundos Sandro le había clavado un cuchillo en la ingle a su contendiente. Teresa sintió la gritería de Jorge: “¡Lo mataste, lo mataste!”. El barrio se puso en función de la reyerta. A los minutos llegaba Farah de la calle, maquillada, contenta del buen día que había tenido.***
Cinco años de relación cortados por un solo tajo. Fin de Santiago Sánchez López. Fin de la historia.***
Dos años más tarde, en 2010, Jorge murió a causa de una cirrosis hepática por el abuso de los medicamentos que consumía. –Lo cuidé hasta el final. Después de bailar en la calle y de buscar dinero, compraba comida, la cocinaba y se la llevaba al hospital. El día que murió yo estaba en la casa descansando. Acababa de dejarlo bañado en el hospital. Tres días antes de morirse conversamos y le perdoné todo lo duro que fue conmigo. Sola de nuevo. Al padre se lo encontraba poco, y cuando coincidían en el barrio, cada uno hacía como que el otro no estaba ahí. Con sus hermanos apenas se cruzaba. Iván estaba preso hacía un tiempo en Orlando, Estados Unidos, por tráfico de drogas. En una ocasión le mandó doscientos dólares. La casa había quedado reducida a un pequeño cuarto de usufructo, luego de que paulatinamente Jorge la desglosara en otros pequeños cuartos que vendió a inmigrantes y gente más o menos marginal. –Me deprimí mucho por la muerte de Santiago y Jorge, y comencé a hacerle rechazo al cuarto. Empecé a pasar más tiempo en la calle buscando pareja. Elio Medina es un homosexual santero que vive en otra ciudadela a un par de cuadras de Farah. La conoció cuando Jorge aún vivía, se encariñó con ella y se convirtió en una especie de amigo y guía espiritual. Elio cuenta:

Farah con Elio Medina / Foto: Cortesía de Farah
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Desde Santiago Sánchez López hasta la fecha varios chulos se han disputado la custodia de Farah, especie de gallina de los huevos de oro. Consumida por su necesidad de afecto y su flaca autoestima, Farah es capaz de aguantar casi cualquier cosa –desde humillaciones hasta golpes– por no pasar la noche sola. Como es de suponer, el que quiere obtener algo de ella –un techo donde pasar la noche o pasar una temporada, un plato de comida– solo tiene que ser medianamente astuto para decirle lo que quiere escuchar. Farah se hace la vista gorda, se engaña a sí misma y trata de engañar a los pocos que se preocupan por ella, cuando asegura que a sus cincuenta años tiene a los jovenzuelos comiendo de su mano, hasta que las mentiras salen a flote y las relaciones –si ese nombre podemos darles– se vuelven insostenibles. A saber, las más importantes de los últimos diez años comienzan con Vladimir, alias “La Muerte”, fumigador de oficio. –Por qué le decían La Muerte? –Niño, porque era un blanquito precioso, de ojos azules. Lo máximo. Pero de tan lindo, por dentro era un veneno. Era como Chucky, el muñeco diabólico. Farah se fue a vivir con Vladimir “La Muerte” a un llega-y-pon que alquilaron en las afueras de San Miguel del Padrón. Se adaptó al aislamiento de la periferia. Rápidamente se convirtió en la criada del lugar. Fregaba, limpiaba, ordenaba, bailaba en la zona para conseguir dinero y comprar comida. –Todo era color de rosa hasta que comenzó a robarme el dinero. Cuando quería dejarlo me caía a golpes y me amenazaba. Para salir de Vladimir “La Muerte” Farah se buscó otro chulo. Con Amed Negro Trujillo duraría cinco años. Se conocieron una noche en el Parque de la Fraternidad. Amed le preguntó si ella era Farah, la famosa. Ella respondió que sí. Ese día, después de hacerse de rogar –asegura–, se fueron juntos al cuarto de San Leopoldo. –Le hice una “comidita de puta”: platanitos, tomates, arroz y huevo frito. Hicimos el sexo. Nos compenetramos, etcétera, etcétera. Amed era epiléptico y pastillero. Cuando se juntaban las dos cosas Farah tenía que huir lejos, porque la tunda era segura. Fue preso varias veces por golpear a su abuela de crianza, por desorden público y por amenaza con arma blanca. La misma Farah lo denunciaba a veces por robo o por agresión física, para retirar la denuncia unas horas más tarde. Cada vez que Amed caía, allá iba Farah, –tacones de brillo, vestido atrincado, motonetas– cargada de jabas con comida, a ver a su marido a la prisión. Cuando Amed salía de pase, se quedaba en la casa de ella. Y ella proveía. En una de las visitas a Amed, otro preso comenzó a ficharla. Andrés Bravo Cardenal alias “El Diente”, que estaba en la cárcel por robo con fuerza, salió de pase un día y se tropezó con Farah en un kiosco de fritangas. –Había frío. Yo me estaba comiendo un pan con minuta y él me pidió que le comprara uno. Se lo compré. Empezamos a conversar y le dije que estaba cansada de Amed, que me daba muchos golpes. Él quiso acompañarme hasta el barrio, me iba a dejar en la esquina, porque Amed estaba en mi casa, de pase también. El final de la historia es que Andrés terminó entrando a la casa. Yo dije que él era un primo mío. Y Amed dijo: “¡Qué primo de qué, si él está en la prisión conmigo!”. Entonces planté: “Pues mira, a partir de ahora él es mi marido”. Niño, cinco de la madrugada y ellos se fueron a los golpes por mí. Tuvo que venir la policía.

Iniciales de Andrés, uno de sus maridos / Foto: Jorge Carrasco
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–Yo soy el tipo de homosexual al que le gusta llamar la atención. Mientras más extravagante me visto, más segura estoy de mí. Cuando me gritan en la calle “!Farah, perra, dura, diva, tú sí!”, me siento realizada. En una revista dijeron que yo sí tenía cojones y timbales, por haberme lanzado a las calles vestida de mujer sin importarme nada. Yo cuando joven fui un homosexual precioso. Fíjate que tengo cincuenta años y todavía me veo despampanante.

Foto: Almudena Toral
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En marzo de 2016 la casa de Farah es el mismo cajón de cuatro por cuatro que heredó de Jorge “La Reglana” en el barrio de San Leopoldo. El olor, en cuanto cruzas el umbral, te conecta con la miseria y la marginalidad en que transcurre su vida. El vaho nauseabundo de un sitio poco ventilado y que se limpia con escasa frecuencia y con escaso rigor. Como los típicos cuartos de usufructo en la superpoblada y ruinosa Centro Habana, el de Farah también queda fraccionado en planta baja y planta alta, con una división de madera llamada barbacoa. Arriba, el cuarto, con una camita personal de sábanas calamitosas y un escaparate viejo. Magullados zapatos de mujer en el suelo de tablas. Ropa vieja de colores chillones que le van regalando. Algunas figurillas de barro y un arcaico ventilador de pie. Dos posters en las paredes: uno de Shakira (frente a la cama) y uno de mujeres y hombres en cueros (a la cabecera de la cama). Abajo, una sala-comedor-baño-cocina. La entrada del bañito no tiene puerta. Hay en el apretado espacio, con vista al inodoro blanco, dos muebles de una felpa cochambrosa color rojo vino. Las pertenencias de Farah son escasas. Si ha tenido algo de valor en algún momento de su vida, el marido de paso se lo ha robado. Nunca ha tenido, por ejemplo, un refrigerador. Los pocos alimentos que compra los cocina en el día. Cuando no tiene ganas de encender el fogón (la mayoría de las veces), lleva un pozuelo plástico al comedor de ancianos y casos sociales de la calle Perseverancia, y allí le dan algo. Anclada a la pared de la salita, hay una complicada repisa de madera con varios compartimentos atiborrados de fotos y baratijas como pequeños muñecos de cerámica y flores artificiales. Un comprobante de pago de Aguas de La Habana, colillas, una caja vacía de cigarros Criollo. En el resto de las paredes, un collage de desnudos masculinos que fueron arrancados de alguna revista erótica, y un afiche grande con la propaganda del perfume Le Male, de Jean Paul Gaultier, donde un imponente rubio muestra sus abdominales. En otro destartalado estante de madera, hay un viejo equipo de música y una larga colección de discos llenos de polvo. De Rocío Durcal y Rocío Jurado, Un mano a mano de lujo; de Madonna, You can dance. El show Nuestra Belleza Latina, Donna Summer en concierto, la novela mexicana Amor por siempre. Una colección de documentales de Discovery Channel con los programas Armas de alta tecnología, Aliados de la II Guerra Mundial, Devoradores de Hombres, Trenes de alta velocidad y otros. Varios cassettes para VHS con filmes como Hércules y La máscara negra. Completa la colección un video pornográfico que tiene en la carátula fotos pequeñas que adelantan a dos tipos calvos teniendo sexo al lado de una piscina. –Yo soy una enferma sexual. Me gusta mucho hacer el sexo. En 2012 a Farah la invitaron unos turistas griegos al hotel Habana Libre para filmar una película pornográfica que luego se distribuiría en Internet. Durante tres días de filmación, Farah visitaba el hotel en las madrugadas para penetrar a seis hombres y seis mujeres, todos juntos en una misma habitación. Farah no es muy buena con los detalles, y hay que preguntarle treinta veces para que termine de hacer un cuento. Su coherencia existe solo dentro de su propia fantasía. Es difícil sacarle datos precisos, fechas exactas. Anécdotas estrictamente confiables. Como si su vida fuera una loca fábula, y no interesara realmente cuándo sucedió esto o aquello, o como si fuera demasiado excesivo para haber ocurrido en la vida real. –Me pidieron hacerles sexo oral a todos, y uno de los días de filmación hicimos una pirámide, unos subidos arriba de los otros. No lo hice por prostitución. Yo no me prostituyo como el resto de las travestis. Los extravagantes griegos le pagaron, sin embargo, alrededor de doscientos dólares. En otra ocasión la llevaron a la Sierra Maestra –el escenario de la lucha armada contra Batista antes de 1959– para rodar otro filme pornográfico con tres chicas y dos hombres. –Yo entraba a la orgía vestida de cabaretera. Por lo demás (y como cada vez que cuenta algo) hay pocos detalles. En resumen: no conserva ni llegó a ver ninguna de esas películas. Pueden haber sucedido o no. En teoría, todas están colgadas en Internet, y hay que pagar por verlas. Las pertenencias más preciadas de Farah son sus pelucas, sus vestidos viejos y sus propias fotos: la huella documental de su carrera, que han ido dejando fotógrafos y periodistas extranjeros a través de los años.

Foto: Cortesía de Farah
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Elio Medina tiene una teoría interesante. Y según esta teoría, a Farah la protege algo sobrenatural. –No es normal que siga viva con todas las cosas que le han pasado, dice. En cuestiones de fe, Farah sigue el patrón de la conveniencia. Si los testigos de Jehová están haciendo donaciones, ella se convierte en seguidora de los Testigos de Jehová. Si los Adventistas del Séptimo Día le regalan un folleto que explica las evidencias históricas de que Jesús existió, puede que se haga seguidora suya. Si tiene la soga al cuello, le pide a Elio que interceda por ella ante Oggún o Elegguá, y se encomienda entonces a las deidades de la religión yoruba. En un mismo año le dieron dos puñaladas (fue en los 2000, pero no recuerda con exactitud la fecha y nadie cercano a ella la recuerda tampoco). La primera en una reyerta en un bar de la calle Águila, de donde salió con un punzón clavado en la barriga. Los cirujanos tuvieron que abrirla como un cerdo para comprobar que el arma no le había dañado ningún órgano. La segunda puñalada tiene varias versiones. Según Farah, fue un tajo accidental, en otra reyerta de jóvenes homófobos que la habían emprendido a cuchilladas contra los homosexuales reunidos en el Parque de la Fraternidad. Según Elio Medina, estaba ella en el Barrio Chino, y la cortaron por interceder en una pelea. Según Isabel Pulido, el tajo se lo largó un hombre con el que ella se había propasado. Cualquiera que sea la real, todas las versiones terminan en la misma escena: Farah, con el filo de un machete hundido en el cuello. Farah engavetada en la morgue del hospital de emergencias de Carlos III.***
La dieron por muerta. En la funeraria de la calle Zanja, sus vecinos y amigos (nunca sus familiares), esperaban el cadáver con el local lleno de coronas hechas de empalagosos gladiolos, envueltas en bandas de papel que decían cosas como “Descansa en paz, Farah”. Al llegar al hospital con el cuello abierto, Farah sufre catalepsia (un padecimiento que la acompañará toda su vida) y que consiste en la pérdida temporal de los signos vitales, a un punto tal que los médicos asumen el fallecimiento del paciente. Investigaciones científicas como la publicada en el British Journal of Medicine en 1876 definen a la catalepsia como un “episodio neurológico asociado a pacientes que sufren de esquizofrenia, histeria y hasta melancolía”. El relato de Edgar Allan Poe El entierro prematuro (The Premature Burial), reseña aparentes casos de catalepsia de personas que fueron enterradas vivas. Engavetada en la morgue, Farah yacía con una etiqueta amarrada al dedo gordo del pie. La etiqueta decía Raúl Pulido Peñalver. Como la cordura de Farah existe fundamentalmente dentro de su propia imaginación, historias como esta hay que corroborarlas. Elio Medina no deja mentir a su amiga: –La funeraria estaba repleta de gente. Ella apareció con un vendaje en el cuello, con el suero en la mano y vestida con una bata de hospital. Cuando llegó, la gente empezó a gritar, a desmayarse. Ella lo cuenta mucho mejor: –La frialdad de las neveras me despertó. Armé una bulla tan grande que vinieron a sacarme. Se formó tremendo corre-corre. Me dijeron que en la funeraria de Zanja estaban esperando mi cadáver. Me tiré un trapo por arriba y me escapé. Salí a la calle y un muchacho me llevó en bici taxi hasta la funeraria. Llegué y empecé a gritar: “Yo no estoy muerta. ¿Qué cosa es esto?!”. Arranqué las coronas de las paredes y las tiré para el piso. Después me volvieron a llevar para el hospital. Algunos aseguran que el médico que la sacó de la morgue estuvo varios años bajo tratamiento siquiátrico.***
Alguien que no haya vivido en La Habana podría pensar que el barrio ha asumido a Farah con naturalidad, que los vecinos son amables, que todo el mundo la quiere, y ciertamente Farah no hace más que salir del solar y todo el que se cruza con ella le grita frases que ella valora mucho como: “¡Eres la única!”, “¡Estás espléndida hoy!”, etcétera, etcétera.

Foto: Almudena Toral
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La última vez que Farah se cruzó con su padre, había ido al edificio de la calle San Nicolás a visitar algunos vecinos. –Me dijo: “¿Tú qué haces aquí?” Yo le respondí que él no era el dueño del edificio. Fue muy malo. Ahora está enfermo con problemas de la presión o del corazón. No sé. Paso por delante de él y es como si no existiera. Legalmente yo tengo derecho a esa casa, pero no quiero saber nada de ella. –¿Qué harías si tu padre necesitara de ti en algún momento? Farah mueve la cabeza para decir que NO, sin tener que abrir la boca. –Cuando a mí me dieron las puñaladas y por poco me muero, él nunca fue a verme. Con él no tengo sentimientos.***
El martes primero de marzo, al mediodía, suena el teléfono de Teresa en la calle Lagunas del barrio San Leopoldo. Alguien descuelga. –Hola Teresa, Farah me dio este número en caso de que necesitara localizarla. ¿Sería posible hablar con ella? –Farah está ingresada desde el doce de enero en el Sanatorio del SIDA, en Santiago de las Vegas.***


Farah en el sanatorio / Foto: Jorge Carrasco
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Viernes, once de marzo de 2016. Segunda visita. Farah recibió una llamada de Teresa y tuvo que salir de pase el fin de semana anterior, de sábado a martes. Amed, uno de sus ex, conservaba la llave de la casa y, al enterarse de que ella estaba ingresada en el Sanatorio, se tomó la libertad de alquilarla a un grupo de homosexuales que tuvieron por unos días el barrio revuelto. –Cuando llegué a la casa aquello era un prostíbulo. Amed tenía metidos allí a una pila de homosexuales, que hacían el sexo el día entero y gritaban. Un vecino fue a llamarles la atención, y lo amenazaron con tirarle agua hirviendo. Al final llamamos a la policía y los pudimos sacar. Farah evacuó sus pocos efectos personales y los guardó con los vecinos porque Amed, a falta de algo valioso que robarse, le había vendido dos maniquíes que ella tenía de adorno en la sala. Después de ponerle un candado a la puerta y clausurarla con un par de listones de madera, ingresó nuevamente en el Sanatorio el martes ocho. De vuelta al encierro y a la depresión. Mientras estuvo de pase, conoció a otro muchacho en la Habana Vieja. –Yo tengo mucha suerte con los hombres. El fin de semana barrí. Me encontré con tremendo mulato y él me pidió mi dirección. Le dije que estaba presa, y había salido de pase. “Estoy presa porque agredí a un tipo y le metí un cuchillo”, le dije. Tú sabes que yo soy ocurrente. En un pequeño paseo por el Sanatorio, les informa a varios pacientes con los que ha hecho empatía que vinieron a verla de la calle. –La que es dura, es dura–les dice.***
Martes, quince de marzo de 2016. Tercera visita. Hastiada de nuevo. Asegura que su vida es en la calle, bailando. Que está harta, que ya terminaron de ponerle la penicilina y la sífilis cedió. –Llené dos maletines con todas mis cosas y me voy hoy mismo por la noche. A mi pareja me lo llevo para mi casa. Nos vamos juntos de este lugar horrible.***
Una semana después de tenerlo viviendo en la casa, el veinteañero que la contagió de sífilis en el Sanatorio comienza a rechazar las caricias de Farah. En este punto de su vida, tan cansada de mendigar cariño, no insiste. Se harta de él, le recoge los bártulos y lo echa a la calle. –A fin de cuentas me puedo dar el lujo de escoger, porque la artista soy yo. En marzo de 2016 las principales fobias de Farah siguen siendo las alturas y la soledad. Tuvo un perro llamado Miseria, un perro fiel que murió bajo las ruedas de algún camión. Miseria fue sustituido por Canelo, igual de famélico, porque Farah quiere tenerlos de compañía pero raramente les da un plato de comida. –Tienen que aprender a luchar en la calle. Si yo lo hago, cómo no lo van a hacer ellos. En marzo de 2016 Farah pesa cincuenta kilos repartidos en un cuerpo que sobrepasa el metro ochenta. Flaca y larga como un palo de escoba. Arácnida. Un lunar falso tatuado entre las cejas. En la boca, solo dos dientes son suyos: dos cascos medio prietos aferrados a la mandíbula de abajo. En la de arriba, las piezas alineadas y falsas de una prótesis. En su fantasía de glamour y estrellato, una diva con solo dos dientes no deja de ser una diva. [LEER MÁS: Ser trans y vivir en la calle: la historia de Yhajaira] ]]>Somos Presentes
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