Jáuregui por escrito: «Te llevo acá como huella en el cuerpo»

A 20 años de la muerte del referente argentino por la lucha de los derechos TLGBI, el libro Acá estamos. Carlos Jáuregui, sexualidad y política en Argentina, recoge sus textos inéditos, artículos periodísticos, fotos y archivos, pero también, instantáneas de la intimidad, la militancia y el legado. Compilado por Gustavo Pecoraro, escritor y periodista, y editado por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, cuenta con los valiosos aportes y miradas de Martín de Grazia, Diana Maffia, Ernesto Meccia, Mario Pecheny, Mabel Bellucci, Cesar Cigliutti, Marcelo Ferreyra, Alejandra Sardá, Héctor Anabitarte, Osvaldo Bazán, Ilse Fuskova y Alejandro Modarelli, además de textos de legisladores porteños -Andrea Conde (FpV), Roy Cortina (PS), Maximiliano Ferraro (CC-ARI), Pablo Ferreyra (FpV) y Patricio del Corro (PTS-FIT)- y del vicejefe de gobierno de la Ciudad, Diego Santilli.

El libro Acá estamos. Carlos Jáuregui, sexualidad y política en Argentina, recoge textos inéditos, artículos periodísticos, fotos y archivos, pero también, instantáneas de la intimidad, la militancia y el legado del fundador de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA). Compilado por Gustavo Pecoraro, escritor y periodista, y editado por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, cuenta con los valiosos aportes y miradas de Martín de Grazia, Diana Maffia, Ernesto Meccia, Mario Pecheny, Mabel Bellucci, Cesar Cigliutti, Marcelo Ferreyra, Alejandra Sardá, Héctor Anabitarte, Osvaldo Bazán, Ilse Fuskova y Alejandro Modarelli, además de textos de legisladores porteños -Andrea Conde (FpV), Roy Cortina (PS), Maximiliano Ferraro (CC-ARI), Pablo Ferreyra (FpV) y Patricio del Corro (PTS-FIT)-  y del vicejefe de gobierno de la Ciudad, Diego Santilli. Acá, el capítulo escrito por Modarelli, que recuerda momentos entrañables y poco conocidos de la vida del militante.

 

El paria gran escultor, por Alejandro Modarelli

 

No vuelvas a decir “ustedes”

A mitad de los ochenta yo era un joven cuya ambición excluyente era llegar a hacerse conocido como escritor, y si el deseo quedaba grande,  como periodista. No importaba en qué editorial, diario o revista debía probar suerte, sino que esa suerte llevara mi nombre y apellido, porque no existía otro proyecto de vida y de reconocimiento por fuera del espejo.  En esa habitación de clausura vivía a tientas y a locas con mi sexualidad clandestina que, anómala ella, ingenuo yo, se volvía rumor o certeza a través del gesto y el fraseo marica. Un deseo confesado con vergüenza en el diván del terapeuta. Así iba yo, autor de un librito donde me enmascaraba en los protagonistas de los relatos, temeroso de que la familia pudiese descubrirme como mariposa seca entre otros libros de la biblioteca, aunque ya había sido descubierta, y como en general hacen las madres y los padres, de inmediato vuelta a ser archivada en el sótano familiar.

Vivía vuelto sobre mi reflejo en la uniformidad de un desierto, sin siquiera poseer la conciencia cierta de ser un paria entre los parias, e incapaz por tanto de pensar en rebelarme y reclamar, yo con los otros, las llaves de la ciudad democrática. Mi experiencia individual era jugar a cara o cruz la partida solitaria propia de aventurero -el aventurero que tiene solo el azar y el peligro como guía- y desplegar la libido en los bajos fondos de la ciudad. La periferia me resultaba mucho más tranquilizadora que la centralidad del amor recíproco o la pareja: hasta para amar y ser amado libremente era necesaria cierta audacia política contra el imperio moral de la familia. Vivía así aterrorizado de que me pescase un policía de la Brigada de Moralidad en el anden del ferrocarril o por el posible azote del homófobo.

Vuelta la democracia, nada había cambiado en la  escena  lúbrica callejera, entre aquel adolescente que espiaba la sociabilidad genital en los mingitorios durante la dictadura (un policía de entonces me había exigido dinero a cambio de no denunciar mis excursiones a mis padres; en un andén me golpearon) y aquellos primeros años de Raúl Alfonsín, en los que los gays seguíamos siendo presas de las órdenes y las obsesiones maníacas de su ministro del interior, Antonio Tróccoli. ¡Quién no hablaba en aquel tiempo de Leandro, su hijo rechazado, célebre marica en ese ambiente en el que yo todavía casi no me movía! No me movía, y si me tocaba entrar en contacto, le temía o lo repudiaba como un personaje de Marcel Proust a sus propios pares, a su propio espejo. I

Invitado por mi amigo César Cigliutti, el único con el que compartía por entonces los secretos en la clandestinidad, a una reunión de locas, quedé muda de espanto porque se trataban en femenino. Poco después adopté con felicidad ese bucle semántico como efecto de la pedagogía del mundo gay, un hábito del juego de identificaciones que entró por un tiempo en crisis cuando las locas quisieron ser admitidas en la arena pública y mediática, y que yo seguí utilizando a pesar de todo por el placer de desestabilizar el lenguaje. Una performance del habla propia del loquerío, mimética y  automática, contra la masculinidad obligatoria.

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César ya en el 85 entraba de pleno en la Comunidad Homosexual Argentina, y se alejaba de mi pequeño mundo individual. El amigo de la adolescencia se convertía en un activista, deshacía el vínculo siamés para compartir su ruta con otros injuriados que, como él, se animaban a un nuevo nacimiento, mientras que yo quedaba en la retaguardia, insistiendo en mi aventura personal. No obstante, con César en la CHA me incorporé de a poco a la idea de que mi manera de vivir la sexualidad podía ser considerada un derecho y que el Estado no solo no tenía potestad para ingresar en las alcobas sino tampoco en los lugares de encuentro, o a pasar revista a las publicaciones de la comunidad lgbti. A fin de cuentas si la democracia amparaba la libertad de expresión, estaba obligada a defender la expresión de mi sexualidad. En esos años fui abandonando definitivamente la herencia consciente de la educación católica y las aspiraciones clasistas de niño de barrio bien, porque de manera intuitiva ya asociaba mi propia libertad sexual, hasta entonces enajenada y todavía no vivida con orgullo ni felicidad, a un concepto mucho más vasto, colectivo y radical de liberación.

Supe entonces que Carlos Jáuregui era ya un rostro cuya responsabilidad excedía el individuo, porque aspiraba a ser la fisonomía de una lucha en plural. Lo veía cada tanto mientras presidía la CHA, y algunas veces en casa de algún amigo en común de César. Ya entonces él había sido tapa de la revista Siete Días, en un abrazo romántico con otro activista, y con ese desafío, aseguro, fuimos tapa por primera vez todos los gays argentinos. A través de la donación de su rostro y de su nombre, y su circulación pública, ganamos el primer combate contra el fantasma social. Supongo que desde el escándalo de los Cadetes del Colegio Militar en 1942, fotografiados desnudos en saturnales de locas, la homosexualidad en la Argentina no se había filtrado así en la conversación familiar de sobremesa.

Muchos consideraron que, ya salida  de las catacumbas por obra de los medios, era necesario revestir la homosexualidad de seriedad masculina, para que pudiera obtener su pasaporte en la mesa de entradas de la aceptación. En el escenario todavía se representaba la obra de la sociedad represiva; el poder todavía censuraba las expresiones de los deseos disidentes porque no tenía el dominio absoluto de todo lo visible y de todas las voces de circulación mediática y comercial, y tardaría unas décadas en convertir las diferencias sexuales en nicho de mercado y el goce en obligación.

En ese sentido, la aparición de Carlos Jáuregui llegó como bisagra entre dos formas de ser percibida la homosexualidad como identidad en la esfera pública. Si todavía era nombrada como enfermedad cuando no como pecaminosa, el Estado democrático ya no podía sostener jurídicamente esas fantasmagorías, y el mercado entendió antes que nadie que se presentaría muy pronto un sujeto nuevo para el consumo diferenciado. De pronto me asaltan dos imágenes que resumen ese tiempo, entre fines de los años ochenta y mediados de los noventa, en el que estaba naciendo un estado de cosas sin que terminase de morir el que lo precedía: Carlos debatiendo en los programas de televisión con dinosaurios eclesiales, y Carlos en una foto en la provincia de Córdoba, donde había sido invitado por un empresario que buscaba levantar algo así como un country club “con absoluta discreción” para vacaciones o habitat de las locas. Entre esas dos imágenes en tensión, el tiempo, me parece, se decidió por la última.

Carlos empieza a acompañarme como escultor de mi subjetividad política mucho antes de que yo me hiciera su amigo tan cercano. Una madrugada de 1987 me fui con un tipo bastante mayor que yo de la disco Bunker, refugio para el desborde carnal de fin de semana, cuando la vida del cuerpo cree haber encontrado un mecanismo de autojustificación. En su departamento de dos por dos me contó aquel episodio que alguna vez denominé en una entrevista “el pequeño stonewall de Carlos Jáuregui”. (Vuelvo acá sobre el tema de este Stonewall porteño porque, a pesar de que hubo varios párrafos dedicados a él, no creo que los más jóvenes lo hayan incorporado a su memoria comunitaria):

El breve amante en cuestión (para mi disgusto, pasivo) había estado en la discoteca Contramano la noche en que Carlos se rebeló contra unos agentes de la comisaría de la zona que, en un operativo de hostigamiento, habían hecho encender las luces para detener clientes, y como era uso en la época, trasladarlos al Departamento Central de Policía para “averiguación de antecedentes”. Carlos llamó a la resistencia a los gritos, echándose en el piso y en los acordes  del Himno Nacional, tal como hacían los manifestantes populares para interrumpir el asalto policial. Esa reacción suya, apelando al amparo del símbolo patrio inapelable, nos reenvía de inmediato a la alianza que Carlos mantenía con los organismos de derechos humanos, que habían adoptado ese método, todavía hoy eficaz cuando hay que defenderse de la represión.

El habitué de Bunker me narraba la modesta gesta con indignación, por haberse visto involucrado “en la locura de ese Jáuregui” que no dejaba de arengar en el carro de la federal.  Apenas unos pocos apoyaron la rebelión neoyorquina de Carlos en el suburbio sudamericano. Entre ese instante de sumisión y vergüenza de las locas que preferían ser injuriadas en silencio, como corderos, y esa otra (la última) razzia policial de la que fui testigo no hace tanto, por una denuncia vecinal contra una fiesta privada en un local de Palermo, medió un largo tiempo de comprensión de la propia dignidad.

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Esta última vez las locas de fiesta se opusieron a cualquier humillación, hasta vi que se escabullían entre los agentes,  burlándose de ellos, recordando a los gritos los derechos adquiridos  y sin que estos -que sabían que estaban cometiendo un abuso de autoridad- se animaran a detenerlas.

Aquella revuelta incomprendida por muchos de Carlos Jáuregui en Contramano, en los años ochenta, triunfó de plano dos décadas más tarde.

Hay que decir que Carlos era más genial cuanto más arrebatado. Como cuando una mañana de resaca alcohólica, y sorprendido en el teléfono por la pregunta de un periodista que mencionaba los insultos del Cardenal Quarraccino a la comunidad LGTBI, aseguró (mentira) que ya estaba en curso una denuncia judicial en contra del prelado, por discriminación. ¡Nada menos que contra el Cardenal Primado de la Argentina, y en los años noventa! Lo cierto es que, obra de esa sobreactuación, se consiguió que el viejo saurio pidiera, días después, disculpas en su ridículo espacio televisivo, Claves para un mundo mejor. Fantasmagorías de un mundo mejor para él, los disidentes sexuales concentrados en una isla inaccesible.

Es que la forma de moverse en Carlos era nerviosa, su vozarrón era nervioso, y también la manera de acomodarse los anteojos con el índice en medio de todas las conversaciones, a lo Tato Bores, como si el tiempo nunca fuese suficiente para él, que sostenía que iba a morirse alrededor de los cuarenta y cinco años. No a causa del virus del VIH del que nunca hablaba y que lo terminó por enfermar en 1996, sino -creo- que por la intensidad que no estaba dispuesto a resignar en la vejez. Y, quien sabe, porque en algún lugar de su inconsciente empezaba a aportar material para la construcción mítica de su figura. Ya sabemos que la forma de una muerte, como la de la vida, define la eficacia del mito. También la propensión a recrear el propio pasado. Para Carlos aquello de su pasado que no servía, se omitía o se reinventaba.

A partir de 1991 mi amistad con él se hizo íntima, supongo, porque estaba en un período de receso como activista y compartimos la escritura de un guión de una miniserie sobre un detective que jamás prosperó. Las salidas, los reproches y peleas, los jueguitos en la computadora, la compañía que nos hacíamos como niños decididos a no envejecer. Se había ido de la CHA pero aún no había nacido Gays por los Derechos Civiles, donde forjó con César Cigliutti, Marcelo Ferreyra, Gustavo Pecoraro y, ay, conmigo (siempre como satélite obsesivo y en las sombras, proponiendo mas no actuando) un proyecto de intervención política de la comunidad LGTBI  aras de la igualdad jurídica, incorporándonos así como activistas a la corriente igualitarista internacional. De hecho, recuerdo el incesante paso por la casa de la calle Paraná, donde tenía su sede Gays DC, de infinidad de personajes de organizaciones LGBTI de otros países. Además de que  era el ámbito, aquel, donde se reflexionaba sobre alianzas posibles con otros movimientos sociales y políticos argentinos, con el objeto de reclamar una legislación que nos reconociese como sujetos, y así apropiarnos de la máxima arendtiana, que afirmaba que lo peor no es la discriminación social y cultural sino la jurídica. La originalidad estratégica de nuestro grupo, en coordinación con otros, radicaba en comunicar a través de protestas urbanas performáticas, que atraían a las cámaras de televisión, como cuando Carlos, César, Marcelo Ferreyra e Ilse Fuskova se caracterizaron como grandes militares de la historia. O en las primeras marchas del orgullo, aunque algunos con la protección de la máscara. Y como voces insistentes y cuerpos disidentes en cuanto programa de televisión se nos invitara, ya no como propuesta para la paranoia familiar, sino para irrumpir como ciudadanos (si se quiere como vecinos) en las cocinas y los comedores.

Me doy cuenta, mientras escribo, de que digo “nos”. Repito ese nosotros, contra los usos gramaticales que conservaba irreflexivamente en aquellos tiempos de amistad con Carlos, cuando todavía él no había conseguido de mí que incluyese mi singularidad dentro de un sujeto colectivo. Era común que me retase: “no digas más ustedes” cuando se me ocurrían ideas o reproches. O cuando, una noche de inspiración, creé la consigna del grupo “En el origen de nuestra lucha está el deseo de todas las libertades”, para “ustedes”. Así de absurdo, de irracional, era la percepción que yo tenía del mundo activista, como si fuese un satélite alrededor de un planeta de decisiones, sobre el cual influía a veces pero del que no me creía del todo parte.

Si todavía, a pesar de los años de visibilidad, el colectivo y la comunidad eran un proyecto, un programa político en gestación, nadie creo se había puesto a razonar demasiado sobre qué significaba ese “nosotros” y si incluía a los más desamparados. Tengo para mí que la emergencia de la Aldea Gay en los bordes más sucios del Río de la Plata, y su demolición por parte de las topadoras del Estado a fines de los noventa, así como el haber hecho propia la pelea de las travestis, llevó a muchos de nosotros, blancos, cisexuales y de clase media, a asomarnos a un concepto mucho más dinámico, inquietante y desestabilizador de los términos “identidades” y “colectivo”.

Otro punto que ha sido puesto en debate, y me tocó discutirlo con un chico en las redes sociales, es la comparación -que devenía intento de control de calidad- entre los dos personajes que, muertos, más páginas aportaron a  los anales del movimiento LGTBI argentino: Néstor Perlongher y Carlos Jáuregui. Ellos reflejan dos tiempos que no son sucesivos, porque entre la existencia del Frente de Liberación Homosexual (FLH) en los primeros setenta, y la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) y Gays DC, a partir de los años ochenta y hasta 1996, se produjo la Dictadura Cívico Militar y por tanto la desaparición transitoria del activismo y en cierta manera, una diáspora, que tuvo como protagonistas precisamente a Perlongher, de origen trotskista, y también a Héctor Anabitarte, los dos máximos referentes del FLH.

Carlos no quería a Perlongher, con quien apenas se cruzó, e intuyo que ese desamor debió ser recíproco. Habían conformado su liderazgo en épocas demasiado diferentes. En el FLH se hacía propio el paradigma de la izquierda revolucionaria, aquel programa de transformación universalista y radical de las estructuras sociales y culturales, pero el casamiento entre revolución y homoerotismo se frustró antes de consumarse, y el tren que debió llevarnos nos dejó en el anden. La CHA y Gays DC  advirtieron más adelante que se necesitaba una agenda propia de visibilidad y de reclamo de inclusión democrática, porque si no, nadie se haría cargo de escribirla por nosotros.

Perlongher había ido abandonando la militancia sexopolítica y se concentró  en su carrera académica y literaria. A través de sus lecturas de los postestructuralistas (de Deleuze y Guattari a Michel Focault y Michel Maffesoli) se dispuso a interpelar de modo revulsivo el concepto de identidad como imposición, y por tanto la identidad homosexual.  Carlos se enojó a causa de un ensayo de Néstor que tuvo mucha difusión en el activismo, “La desaparición de la homosexualidad”, donde postulaba que esa era una identidad en retirada, sobre todo a partir de su sobreexposición a causa del SIDA, y que pronto se difuminaría en el cuerpo social, ya sin llamar la atención de nadie. Carlos, en cambio, creía más que nunca que esa identidad -inestable, estratégica, como quieran llamarla- debía terminar de construirse en la Argentina como un rostro en común, que diera cuenta de su inquietante memoria y su afán reivindicatorio, para poder después mantenerse y desplegarse, porque de otra manera lo que desaparecería no serían desde ya los debates epistemológicos en torno a ella, y sí, en cambio.  la posibilidad material de registrar su existencia en el dominio del Derecho y la Justicia. Solo así, por fin, la muerte, ese desierto adonde nos confinaron, no podría volver a vencernos a quienes nacimos, crecimos y nos fuimos tantas veces del mundo como parias, como arena:

Querido Carlos,

Hace unas semanas murió Lohana Berkins. Como dicen los melancólicos, siempre se mueren los mejores y no hay relevo. Yo soy melancólico, como era tu madre, y eso, como muchas otras cosas mías, te irritaba. Te prevengo que a mí también me jodían algunos desapegos tuyos, por ejemplo no haber querido o podido generar tu propio medio de supervivencia, pero sobre todo el olvido del cuerpo, que tanto maltrataste. Miro ahora en el escenario de la memoria tu cuerpo en su última jornada, sobre el sofá de la calle Paraná, mientras lo velábamos antes de que se resignase a irse. No era un cuadro ofrecido al patetismo, sino uno de los rituales comunitarios más generosos y más verdaderos de los que participé: tu grupo más cercano de amigos estaba despidiéndote, y estoy seguro de que nos escuchabas.

Como siempre, se saca dicha de la desdicha en las peores situaciones y la erótica del humor llega de pronto a poner en suspenso el poder de la muerte. Jamás olvidaré la confusión de Alejandra Sardá, que creyó oír que pedías una cruz -¿había regresado por sus fueros aquel jovencito de la iglesia platense?- cuando en realidad estabas clamando por un buen vaso de naranjada, una crush. No sé porqué la crush, si para vos no era concebible un líquido que no contuviese alcohol (¿te acordás de cuando llegaste borracho de Contramano una madrugada y le echaste libros a la perra, para que se instruyese?). Por poco esa madrugada de tu agonía velada no fuimos en busca de un crucifijo.

Se me ocurre ahora que esa vigilia alrededor del sillón nos anunciaba una resurrección: lo que resucitaba en la calle Paraná era una familia que para muchos de nosotros estaba como concepto muerta desde mucho antes. Reentraba ahora en escena, esta vez disidente y a su manera funcional, y triunfaba sobre el exilio afectivo al que nos había sometido la tradición. Nos apropiamos de esa ceremonia funeraria que tiene tanto prestigio social, la resignificamos, y volvimos una muerte singular en una muerte en común (en ese muerto no muerto que contemplábamos irse, vuelto en sí mismo y fuera de los ruidos del mundo, residía toda tu verdad, residía el gran escultor).

Desde aquellos años noventa, en los que se vivía el activismo en su estado de inocencia, es decir en la unidad de lo que no existía todavía y por lo que entonces se batallaba, con la esperanza de los que no tenían nada que perder, no volvió a emerger un  dirigente como vos, sobre el que existía una confianza casi unánime. Tus funerales fueron la representación más cabal de ese consenso.

Sobre el cajón donde se paseaba tu cuerpo en torno a la Plaza del Congreso se produjo una epifanía. César se presentó en un discurso ante las cámaras de televisión por primera vez con su nombre y su apellido verdaderos. Yo volví más tarde a la oficina, y recibí el sorpresivo pésame de mi jefe, que quiso darse por enterado de mi sexualidad, mi conciencia asumida y el sentimiento de duelo que me enmudecía. Mi  habitación se levanta desde entonces en el afuera del closet, y en todas partes. Tu muerte, para mí, fue ese instante fatal y satreano que es el envolvimiento recíproco y contradictorio del antes y el después: se es todavía lo que se va a dejar de ser y se es ya lo que se va a ser. La muerte de alguien como vos es, por eso, donación de futuro en el propio presente.    

Escribí, tras la muerte de Lohana, que el liderazgo positivo es aquel que ilumina, a pesar de sí, los sueños singulares y los incorpora a un sueño colectivo. Que el poder se encarna entonces a su pesar y a veces sin conciencia de sí, como una belleza que, en la sala de los elegidos, pasa de largo de los espejos. Y cuando es necesario, se difumina. Pienso que seguro te sorprenderían los raros efectos que tuvo tu bello liderazgo y que sobreviven a la muerte.

Conseguiste plantar espinas en el terciopelo de mi conformismo, y hacerme entender que no hay sentido del orgullo sin acción. Desde entonces soy más libre. Desde entonces, hermano mío al que no cobijé como debía en sus últimos meses, te hospedo como aprendo. Gracias por haberme dado y darme otra vida antes y después de transcurrido el duelo. Querido fantasma que el tiempo va descubriendo, y fabulando, tan intenso, brillante, y a su manera verdadero, te llevo acá como huella en el cuerpo. Y hasta siempre.

Con una tirada de 2500 ejemplares, este libro es de distribución gratuita y será distribuido en bibliotecas, centros culturales, organizaciones de la sociedad civil y de los derechos humanos, universidades y escuelas. Puede descargarse gratis aquí: 

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