La Navidad de las travas: a sala de hombres por no tener documento

- Me llamo Alma, soy tucumana, me trajo la Débora Britos, yo no pago plaza- contesté.

Por Alma Fernández

Cuando llegué a Buenos Aires, llegué como todas. “Pobre marica de catorce años y soñadora”, me dijo. “¿Quién te paró aquí? ¿Cómo te llamás? ¿Vos sabés quién manda aquí? ¿Por qué viniste a Flores? ¿De dónde sos? ¿Vos sabés que aquí se paga la plaza?”

– Me llamo Alma, soy tucumana, me trajo la Débora Britos, yo no pago plaza- contesté.

Nos empujamos a los gritos con tironeo de cabellos, cachetazos, patrullero, sin documentos las dos a la comisaría y que no se diga más nada y calladitas.

Lo que se vino después fueron hermosos días de cumbia y copeteo entre clientes, robos y delincuencia para sobrevivir y ser felices también.

Carla Saracho, alias “Carlita de Flores” –tal como figuraba en las actas contravencionales de la comisaría– era de Mariano Acosta, localidad de Merlo, de mamá paraguaya y papá chaqueño. Habían llegado en el año `97 desde Paraguay corridos por el hambre y las ganas de salir adelante. El padre realizaba trabajos de albañilería, hasta que en el año 2000 tuvo un accidente. Desde entonces la mamá de Carlita trabajó todos los días por ella y sus hermanitos, que eran cinco en total. Carlita era una de las mayores en su casa y, como en toda familia atravesada por la necesidad, los hijos más grandes tienen que ver por el bienestar de los más chiquitos.

Así como si nada nada te toca crecer y empezar a tener responsabilidades. Qué invisibles, crueles, hasta violentos pueden ser el capitalismo y este sistema binario que tanto nos flagelan pretendiendo invisibilizar algo que jamás se podrá tapar. Tan arraigada está la cultura heterosexual a la institución familiar que vuelve ciegos de odio a nuestros padres, hermanos y parientes.

Carlita, no fuiste la excepción. Arrojada a los quince años de tu casa, a causa de la ignorancia y las desigualdades de las clases sociales, por el simple hecho de ser diferente, el único camino que elegiste fue el mismo que elegimos todas: prostituirte. Noche, drogas y alcohol, momentos de clientes mal disfrazados de Romeos. Siempre decíamos que esos no eran príncipes, esos eran ratitas, porque ni a ratas llegaban. Cuántas navidades paradas prostituyéndonos a las doce de la noche en la zona roja, cuántas travestis al igual que nosotras andan caminando solas por la zona como si fuera cualquier otro día, buscando algo para olvidar y desear que ese día se pase rápido, al mismo tiempo que en las casas de la ciudad todo el mundo se abraza, sonríe y festeja. Esos momentos también nos los merecemos, yo lo creo y también lo sueño.

  Fue unos días después de Navidad en la ribera de Quilmes cuando descubriste que se venía la noche. Los días que siguieron fueron ir al médico que inmediatamente te dio tu tratamiento. Lo tomabas siempre. El problema fue pagar el lugar donde vivías y esa mujer maldita que te veía temblar y no le importaba. Esa fiebre maldita que te ardía por todas las espaldas, que tan bien disimulabas como que no tenías nada, para que las otras trans no dijeran: “está picada”, “el bicho” o “estás muy flaca”. El problema fueron los clientes y la droga que traían en sus bolsillos, porque hasta esa suerte tenía la marica: mucho Chongo, mucho chongo con droga.

Había comenzado el otoño, al igual que las hojas secas vos te estabas secando. Bajar tan rápido de peso se nota y más en la mirada maliciosa de las maricas. Fuimos al Muñiz, no había cama en la sala de hombres, había una en sala de mujeres pero como no tenías hecho el cambio registral en el documento no podías entrar, porque “las otras internas se quejan”. Eso nos dijeron.

Esa semana fue todo muy duro. Teníamos que pagar la quincena del hotel y todo lo que necesitabas para curarte. No me iba a conformar con verte padecer triste y apagada, con esos ojos intentando sobrevivir, incluso a esto. Recorrer la zona roja buscando colaboración en esas amigas que tanto querías y que tan ausentes estuvieron a la hora de tu ocaso.

 Necesitábamos juntar 800 pesos para gastos en materiales descartables, para que te puedan atender. Moví cielo y tierra para poder juntarlos. Salí a trabajar un lunes, llegué a 200. Salí un martes, llegue a 500. El miércoles con todas las pilas, apenas llego a la zona, la brigada de investigaciones me manda a la fiscalía por no tener documentos. Te voy a ver un jueves, yo vestida de prostituta, y vos agonizando sola en una punta de la sala, al lado de un baño húmedo que tenía las ventanas rotas por donde entraba un viento que no te hacía bien. Pero claro, eso no le importaba a nadie. Total somos putos, nacimos para sufrir.

 Llego a mi casa a alistarme para bajar a la parada tempranito. Salgo del baño a la pieza y del lado de afuera siento tus pasos, esos pasos molestos y cortamambos que tenías cuando arrastrabas los pies.  Eso me pareció tan habitual que fui corriendo a abrir la puerta pensando que estabas vos. No había nadie. “Qué tonta soy”, pensé, “me confundí, cierto que la Carlita está internada”, dije y seguí en lo mío.

Esa  noche fue un éxito: junté para todo lo que te hacía falta. Salí corriendo, me tomé un taxi, me fui sin dormir para poder hablar con el medico que te atendía. Cuando llegué la cama estaba vacía y tus cosas amontonadas en un rincón. Justo en el momento en que junté para todo lo que te hacía falta, pero no llegué, nunca me lo perdoné. Yo tenía que haber llegado a tiempo.

Lo que vino después fue tristeza, y las mismas travestis diciéndome: “la vida sigue, no llores, no muestres debilidad, ya se te va pasar”. El mismo silencio reflejado en mis pares es el que escuché de una sociedad que históricamente no habla de nosotras, invisibilizándonos hasta en el trato cotidiano, agrediéndonos con palabras cargadas de odio y silencio, que el colectivo travesti y trans tanto supo resignificar –y lo seguirá haciendo.

¿Cómo no hablar de violencia, si de violencia hablamos todos los días? De violencia hablamos, claro que sí, desde nuestras palabras agresivas, cargadas de odios y represión, que nunca sintieron un poco de amor de parte de las personas y de la sociedad. De violencia hablamos todos los días, para que no nos sigan matando, para que esos calabozos que tanto nos desean no nos sigan llamando. De violencia hablamos hoy y todos los días hasta que logremos una sociedad más justa e igualitaria para todas. De violencia hablo, hoy y todos los días hasta que la sociedad entienda que sin oportunidades morimos a los 35 años y sólo el uno por ciento de mi colectivo llega a los sesenta. La prostitución a la que nos empujan es una madama de mal corazón, que va dejando al pasar un tendal de alcohólicas y drogadictas incurables. Cuántas veces con lo único que pudimos pagar un alquiler o llevar un plato de comida a nuestras bocas fue con nuestros cuerpos, fue con nuestras vidas.

Luchar contra un Estado que nos expulsó de todas partes hasta volvernos ilegales, incluso hasta en las prácticas, esas prácticas malditas que lo único que hacen día a día es quitarnos la poca dignidad que nos queda. Matándonos, alejándonos, juzgándonos hasta obligarnos a vivir una vida de represión violenta, inmerecida, innecesaria. Hasta cuándo seguiremos sobreviviendo camaleónicamente para así intentar ser felices, o simplemente vivir, como mi amiga Carla que vivió simplemente para morir olvidada. Recordarla en una Navidad más.

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