De qué hablamos cuando hablamos de belleza trans

Desde la adolescencia me pregunto cómo se relaciona mi identidad travesti con la belleza. Por qué mi corporalidad pocas veces era y es concebida como algo bello. Siempre me enseñaron que ser trava - que se note ser trava- era ser fea.

Por Keili González* Desde la adolescencia me pregunto cómo se relaciona mi identidad travesti con la belleza. Por qué mi corporalidad pocas veces era y es concebida como algo bello. Siempre me enseñaron que ser trava – que se note ser trava- era ser fea. Poder ser crítica de la cultura que circula y se nos impone conlleva a problematizar las normas de belleza. Poder pensar esto significa analizar y desglosar un sistema que mantiene a las personas en cada gatera, en un individualismo que no permite atreverse a imaginar concepciones diferentes y las menoscaba.   La cultura heteronormativa y machista que, por cierto, juega a favor del binarismo mujer y varón, nos adjetiva como desobedientes. Como no  jugamos en sus normas, despoja cualquier tipo de concepción de belleza de un cuerpo trava.

¿Qué es la belleza travesti?

La belleza no es un hecho objetivable. Concebirla como algo monolítico significa  violentarnos. Ser trava no es algo que deba delimitarnos ni definirnos, se trata de una construcción de “somos hasta donde vamos”,  que por supuesto es colectiva. Proponer una sola categoría, y sin problematizarla, sería adoptar lo que nos hace daño.
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¿Qué sería la objetividad de la belleza cuando hablamos de los cuerpos?  Bajo ciertos parámetros, esto sería cumplir con determinadas normas: altura, medidas y peso, entre otras.  Requisitos hechos desde un consumo, las construcciones culturalmente violentas que propone un sistema mercantilista y cis-heteronormativo. Por eso, cuando hablamos de la transversalidad de nuestras identidades, proponemos libertad: que los deseos -nuestros deseos, tus deseos- posean todo el margen y no las limitaciones. Deseos que a las travas no nos cuesten la vida.

Keili González ¿Por qué me pregunto sobre la belleza trava?

Porque, como dije, bajo esta cultura, la belleza implica cumplir con determinados estereotipos: ser blanca, flaca, “mujer” y por supuesto cis (no trans) y heterosexual. Es común que a las trans nos digan que somos bellas en tanto borremos las características “masculinas” de nuestros cuerpos. Con esto no quiero decir que las identidades travas no podamos convivir con las normas heterosexuales, porque sería a la vez conservador plantearlo como un prohibicionismo. Propongo comenzar a criticar el orden establecido y lo que la cultura impone. La tarea constante de deconstrucción y desaprendizaje amplían las libertades. La columna de opinión de Violeta Alegre, donde se pregunta “¿De qué hablamos cuando hablamos de amor trans?”, me ayudó a desglosar, problematizar y superar esa barrera de mi adolescencia, cuando creía que ser bella era causa directa para poder sentirme amada. ¿De qué manera lo hacía y cómo había sido mi construcción? En ese momento pensaba que significaba normatizarme bajo los estándares de lo hétero.

Aquel ruido, hoy es una melodía (los estereotipos travas)

Mi punto de partida por aquel entonces no era muy teórico pero formó parte de mi construcción. “El primer impacto de atracción entre sujetxs es visual”, pensaba. Desde allí me sentía bella y privilegiada.   Recuerdo cuando conocí el ambiente trava y marica en Nogoyá.  Solíamos juntarnos en la casa de una compañera.  Allí se hacían las previas donde se “montaban” (producían con ropas y maquillaje)  para salir a prostituirse en la ruta nacional 12 y tener unos pesos para subsistir.
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La “parada”, como suelen llamar al lugar de levante, se encuentra ubicada a diez cuadras de donde vivía la “Nati-Nati”, una de esas compañeras que les daba una mano a quienes transitaban el camino de la liberación. Por ahí solían atravesar cientos de camiones, ya que es un punto estratégico donde se unen la ruta nacional 12 que conduce a Paraná, la ruta provincial 39 a Rosario del Tala y la ruta provincial 26 a Victoria, para atravesar el enlace vial “Rosario-Victoria”. El horario de la juntada empezaba siempre por la tarde. Mateábamos y comentábamos lo que nos sucedía. Solían preguntarme cómo me iba en el colegio y cómo era la relación con mis compañeros varones. Todo eso para ellas era algo tristemente desconocido.

Mi primera vez

En una de aquellas tardes, la protagonista fui yo. Decidí feminizarme para acompañarlas. Ellas comenzaron a explicarme cuáles eran las reglas “para no hacer el ridículo” ante una sociedad que ve todo en términos binarios. La previa, si bien era establecido implícitamente, consistía en ponerme a prueba, etapa que me permitía salir a escena, es decir acompañarlas a “la parada”. Aquella implicaba dominar los tacos, depilarme, maquillarme, peinarme y saber “trucarme”, es decir caminar montada a unos zapatos que me hacían ver 12 centímetros más alta, no rozar con los vellos faciales al besar a alguien, ocultar mi genitalidad y potenciar mis rasgos, incorporar características femeninas del devenir “mujer” y por supuesto estereotipada.
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El momento de evaluación era el mandado. Aquel día me tocó ir a comprar algo en la rotisería de la vuelta, para no demorar cocinando y que ellas pudieran salir temprano a la “parada”, juntar unos pesos y luego ir a al tradicional baile en la Sociedad Argentina. Se trató de una construcción que hice precozmente y de forma privilegiada, porque yo no me veía obligada a prostituirme, No estaba en la situación extrema de mis mariposas amigas. Aunque sí debía aprender a negociar con ese mundo adulto, cargado de estigmas y prejuicios sobre nuestro colectivo.

Cuando me di cuenta

Ya más adulta, conquistando y transitando la militancia, la universidad, el activismo y el feminismo como forma de vida, en la deconstrucción atravesé el dolor y la rabia conmigo misma. Fue por haber invisibilizado y ocultado lo que era, solo porque a la otra persona le incomodaba. Me causó dolor haberme visto obligada a perder mi voz, esconder mi pene, perder horas depilándome, maquillándome – “montándome”-  para evitarle al mundo la molestia de mi existencia.  Me habían enseñado que ser trava era sinónimo de ser fea. Poder romper con esto significó el derecho a explorar otras formas de vivir, pensar, desear, sentir y ser, y que ese ser sea en mis propias normas, sin responder a lo que el heteropatriarcado pretende de mí. El problema no es la belleza, son los modos de concepción hegemónicos. Se trata de comenzar a revisar aquello que me -nos- ha constituido. Amarnos, querernos, desearnos, resignificarnos corporalidades capaces de atraer. Frente a una sociedad a la que no dejaremos que nos robe, nos despoje y nos niegue, ser trava como acto performativo y revolucionario. Ser trava pero esta vez sintiéndonos bellas y deseadas. Keili González es una activista travesti, vive en Nogoyá (provincia de Entre Ríos).  ]]>

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