#Libros: Vivir con virus, por Marta Dillon

Durante 10 años, sus columnas en el suplemento No, del diario Página/12, revelaron mucho más que una serie de polaroids refulgentes acerca de vivir con vih: historias propias y ajenas, lazos, despedidas, consultorios, temores, cicatrices y gemas. Corrían los ´90 y las palabras de Marta Dillon abrían espacios de debate, testimonio y contención. En el Día Internacional de Respuesta Frente al VIH, reproducimos…

Durante 10 años, sus columnas en el suplemento No, del diario Página/12, revelaron mucho más que una serie de polaroids refulgentes acerca de vivir con vih: historias propias y ajenas, lazos, despedidas, consultorios, temores, cicatrices y gemas. Corrían los ´90 y las palabras de Marta Dillon abrían espacios de debate, testimonio y contención. En el Día Internacional de Respuesta Frente al VIH, reproducimos fragmentos extraídos del libro que rescata esos textos, Vivir con virus, reeditado en 2016 por la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata (Edulp).

Prólogo

Este libro empezó a escribirse hace más de veinte años. El punto final del texto que sigue fue puesto hace más de diez. En el medio, la rutina de escribir cada domingo la columna que saldría publicada en el suplemento No, del diario Página/12. Una enorme ternura me envuelve frente a la nueva puesta en papel de esta red de palabras que una vez me salvaron la vida. Ternura por esa que fui, por la ingenuidad que sobrevive entre líneas, por las comas y los puntos que sobran por todos lados, por esa heterosexualidad convencida de la que me fugué con tanto placer. Todo está dicho en las páginas que siguen, conservé el prólogo de la edición original, del año 2004, en honor a esa sucesión de presentes que hilvanan una trayectoria vital. Muchas cosas han cambiado desde entonces, ahora sabemos que los tratamientos para el vih-sida son realmente efectivos, que el estigma se ha morigerado al mismo tiempo que se aplazó la amenaza de muerte y que hasta se puede prescindir de los condones cuando la carga viral permanece indetectable. Otras siguen igual, hay cuerpos que importan y otros que no, quienes mueren por causas relacionadas al vih sida son en su enorme mayoría pobres, personas trans, indi*s, negr*s; excluid*s. Pero no tengo intenciones de hablar sobre sida, aunque ahí está el origen de esta trama. Este es un libro sobre el duelo y la fiesta. El duelo recurrente que se instala cada vez que aparece, como el dibujo de un rayo sobre el telón de la noche, la conciencia de la muerte. La fiesta que alumbra ese contraste, la intensidad que ofrece saber que todo se termina, todo pasa, no hay nada más que estar presente. Ahora.   Sé, sin ninguna jactancia, que este libro ha acompañado a muchas personas. Y cada una de ellas me ha ayudado a mí en el tránsito de los años, los amores y los desamores, las pérdidas y las conquistas. Así como aprendí que no es posible apresar más que este latido fugaz que ahora mismo dice mi nombre, aprendí también que no hay vida para mí fuera de la trama colectiva, de la amistad, del afecto, del reconocimiento en los ojos de otra, de otro. Es en la comunidad donde existo, resisto, amo. Aunque las constelaciones muten y sus diseños a veces se tracen sobre heridas. Perseguir sueños es tan vital como estar despierta, ahora mismo, en esta encrucijada cotidiana de tiempo y espacio, carne y hueso, amor y dolor. ¿Soy la misma que escribió lo que sigue? ¿Cuánto me he transformado con el paso de los años? Mi cuerpo acusa el paso del tiempo, mi deseo se despega de la linealidad que impone contar los años de a uno en uno. El deseo intacto, la sed de poesía, el cuerpo, este que tengo con todas sus marcas, sus arrugas, sus fortalezas y debilidades; todo eso está dispuesto. Eso no ha cambiado y por eso es que me animo a esta reedición, a ofrecer la ingenuidad de cuando era joven ahora que no lo soy. Porque sé que esa gema que descubrí un día está ahí, alumbrando. Es ese fuego de la tapa, el fuego que guardamos en el corazón. El calor que nos impulsa cada día, a un día más. Y a otro, a otro más. Marta Dillon, marzo de 2016

Enero-julio de 1996

Me gusta pensar que para mí tener vih fue como escuchar un despertador. Demasiadas imágenes poblaban mi cabeza como para dejar pasar la noticia sin novedad. Salí del letargo de una vida anestesiada. Empecé a tener conciencia de cada uno de mis pasos, mis afectos, mis posibilidades. Pero mantenerse despierta resulta, a veces, un trabajo agotador. Algunos días me consume el hambre y avanzo a grandes pasos. Montada sobre botas de siete leguas paso días atareada en distintas cosas, arrebatada por las ganas de dejar mi marca. Otros, simplemente me aíslo en mi rincón y no puedo más que mirar el cielo. Lo que no cambia. El sol, las nubes, la lluvia. En este vaivén de mar se acuna mi deseo. Un ritmo de olas que a veces me desborda. Se derrama. Y después de la rompiente se lleva mis efímeros entusiasmos como objetos que arrastra la inundación. Pero despierta como estoy sé que no puedo lamentarme por lo que no tengo. Estoy obligada a encontrarme también el despojo. Es en el silencio cuando mejor escucho mi latido. Vuelve a alumbrarme la certeza de lo que no cambia. El cielo ahí mirándome. El frío y el calor. La única rosa del jardín en invierno. El abrazo de quien no invierte sino que dona. Ese pulso es la única constante de este ir y venir estoy viva. Y no tengo otra fidelidad.

Julio-diciembre de 1996

Voy al hospital después de dos meses. Es una mañana fresca, no tengo ninguna mala noticia que contar, subí de peso y no hay problemas con mi tratamiento. El doctor Losso luce su habitual y moderado buen humor. Mientras me hace las órdenes para los análisis que aún no cubre la obra social a la que pertenezco, hablamos sobre la falta de medicamentos. No puede evitar contarme la desidia de las causas, las licitaciones mal hechas, la pasividad del ministerio. “¿Y qué pasa con la gente?”, le pregunto algo incrédula. Él, habituado a disimular la impotencia, me contesta: “Si no tienen obra social, se mueren”. Se suben al colectivo repleto y hablan dos palabras con el chofer. Una lleva un bebé en brazos. Las dos tienen más de 30 años, están bien vestidas y hablan correctamente. Les cuentan a los pasajeros que tienen vih, que no tienen intención de mendigar pero que se ven obligadas a pedir ayuda para solventar tratamientos que debieron suspender porque en el hospital ya no les entregan las medicinas necesarias para ponerle un límite al virus. Todos colaboran; algunas personas llegan a desembolsar hasta diez pesos. No hay vergüenza en sus caras, solo una firme determinación de no entregarse. Cuando bajan, un chico de no más de seis años les pide una moneda para comprarse un pancho. Son las tres de la tarde y hace un día que no come.

1998-2000

Estoy en el diario, meto la mano en la cartera, saco el estuche de los anteojos y se produce el milagro: arena. Un puñado de arena que traje del paraíso y que aquí, lejos de las lejanas playas, es un tesoro refulgente. Esta arena me trae un horizonte limpio, me trae la caricia del mar, un tiempo sin urgencias, un tiempo que fluye y me deja hamacarme sobre las olas, sobre los hechos, sobre la vida. Me detengo otra vez frente a su presencia, en este lugar extraño, con su miseria cotidiana, con su zanahoria frente a mi nariz, haciéndome correr como un burro con anteojeras. ¿A dónde voy? Avanzo por la semana en busca de su fin, bebo el ocio con desesperación y me culpo todo el tiempo por no hacer lo que debo hacer, por no escribir las grandes obras que fantaseo que podría, por no ver todas las películas, las obras de teatro, las muestras que se supone que alimentan el alma, pero que me obligan a correr, otra vez, de un lado al otro, para no perder información, estímulo, intercambio, qué sé yo. El placer es esquivo cuando vamos detrás de él. ¿Qué será hacer lo correcto? A veces sueño con quedarme en casa, esperar que mi hija vuelva de la escuela, revisar sus carpetas, hacer juntas los deberes. ¿Y de qué viviríamos entonces? ¿Y de qué se trata la realización? ¿Cómo pensar en la salud cuando apenas puedo pensar en lo que voy a comer esta noche? Y en qué momento voy a prepararlo y cuándo voy a leer hasta cansarme y cuándo me voy a tomar el tiempo para escribir sin urgencias, sin cierres, sin pensar en la guita. Ya sé; ya sé que son quejas vanas, ahora mismo tengo en mis manos un tesoro de arena que me lleva otra vez a la playa, al horizonte infinito, a un tiempo sin urgencias que me acaricia como las olas, que me da fuerza, que me consuela. Martín no va al médico porque teme que le digan algo que no quiere escuchar. Se siente mal bastante seguido, se siente débil. Por las noches se despierta de golpe, como si le hubieran sacudido la cama y abre los ojos como platos. Cada tanto se mira en el espejo y cree descubrir alguna mancha o que se le cae demasiado el pelo, o siente una incómoda hinchazón ahí donde se supone que están los ganglios. Pero no, al médico no quiere ir. A lo mejor lo que tenés es una pavada, si es que tenés algo, le digo. Y bueno, si es una pavada, ya se me va a pasar, contesta él. Prefiere no enterarse. Martín es de los que cree que si cierra los ojos, nadie lo ve. Que si cierra fuerte los ojos, la verdad le va a pasar de largo.

2001 en adelante

“Mamá, ¿vos de quién te contagiaste?” Vaya pregunta para intercalar en una cena tranquila, cualquier noche de estas, entre choclos y papas al vapor, nuestra comida favorita. Comida favorita que quedó de inmediato a medio camino entre mi garganta y la mesa. ¿Cómo de quién?, pregunte en un intento vano de darle algo de tiempo a mis dudas para que se ordenen. No fue muy útil y era obvio que sería así. Tampoco iba a inventarle a mi hija un pasado de venas abiertas solo para dar rodeos. Nunca me piqué, obviamente me infecté en una relación sexual en la que no usé forro, que yo puedo o no tener individualizada pero que seguro no viene al caso. Cómo o cuándo me infecté es la pregunta del millón, es lo que genera más curiosidad, y siempre contesto lo mismo: no sé, ¿qué importa?, en todo caso me infecté porque no tomé las precauciones para evitarlo, porque en ese momento algunos abonábamos extrañas teorías sobre la no existencia del virus -teoría que sigue difundiéndose en Internet y de la que todo el tiempo me llegan diversos reclamos-, tal vez porque todavía no era un problema para las mujeres, tal vez por boluda. No la convencí. “¿Qué, acaso no sabés con quién estuviste?”. Gulp. Sí, claro que sé con quién estuve, a lo mejor se me cae una noche de la memoria, a medida que pasan los años se descuelgan algunas más, pero tampoco es para exagerar. No contestar para mí fue siempre una cuestión ética, cuando me lo preguntaban intuía del otro lado cierta necesidad de quedarse tranquilos, de encontrar alguna conducta para quedar afuera de las posibilidades. O escuchar el relato de algún accidente quirúrgico para no tener que condenarme al infierno que merecen los promiscuos. Pero decirle a mi hija que no sé, no es una respuesta tranquilizadora. Tampoco decirle que me infecté estando en pareja, en pareja estable como todavía se sigue recomendando como medida de protección eficaz. Una respuesta ejemplificadora que suelo dar en público, ya que integro las estadísticas que mencionan cuánto ha crecido la epidemia entre las mujeres. Opté por la respuesta no tranquilizadora, no me queda más que hacerme cargo. Me contagié en algún momento entre tal fecha y tal fecha, le dije, y sobre todo porque no usé preservativo en todas mis relaciones sexuales». Todos los duelos traen una certeza: la blanda mano del tiempo que los consuela. A la distancia, las peores pesadillas no parecen más que monigotes bailando detrás de un vidrio empañado, y aunque siempre cuesta caminar los pasillos de la pérdida, el tiempo enseña que no hay posibilidad de quedar atrapada en ese laberinto. Porque el curso de la corriente es inexorable y no queda más que navegar. A la deriva, es posible, o sosteniendo el timón, pero siempre en movimiento. Mientras pueda decidir, busco mi huella. No encuentro razones suficientes para tragar agua hasta ahogarme. Cuando me toca la violencia de la caída me dejo llevar, tampoco tiene caso oponerse, solo esperar hasta que llegue la calma y entonces empezar a agitar las olas. El cuerpo tiene su propio leguaje para enunciar las pérdidas y asiste a sus otros duelos. Aun cuando no entienda sus imágenes, aun cuando están tan lejos de las imágenes que reconstruyo lejos del espejo, aun así hay una dinámica entre lo que veo y lo que quiero, lo que sé y lo que imagino. Y en esos intervalos está mi identidad. El tiempo ha quitado de mi piel su rastro. Como arena sobre el cuerpo mojado, así era su recuerdo. Y se cayó con el sol. Las cicatrices duelen como huesos rotos antiguamente en los días de humedad. ¿Qué me quedó en las manos de todo lo que tuve? Sí, la experiencia. Y un toque como de varita mágica que alguna vez me dijo que fui elegida. Nada más. Soy otra, es cierto. Y a la vez la misma. La misma ilusión intacta de que navegar es preciso y ahora estoy más segura de hacia dónde quiero conducir mi nave. Sé también que las pequeñas muertes no me matan y que volvería a hacer todo de nuevo sin dudarlo ni un instante. Corregiría mis pasos hacía aquí o hacía allá, pero no me arrepiento. Siempre estuve dispuesta a lo que vendría como estoy dispuesta a morir cuando llegue el momento. ¿Y cómo será? ¿Duele? Estos textos forman parte del libro Vivir con virus, reedición 2016, Editorial de la Universidad Nacional de La Plata (Edulp).

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